Las Normas Ambientales Bajo la LupaEnvironmental Regulation Under Scrutiny

01 Agosto 2005


En opinión de muchos, las normas medioambientales chilenas han operado bastante bien, desde hace poco más de diez años, cuando fueron promulgadas. Sin embargo, en la actualidad enfrentan un nuevo desafío: salir ilesas del fuerte y creciente escrutinio público.

Para los estándares internacionales y aun latinoamericanos, Chile fue uno de los últimos en adoptar normas medioambientales. Sólo en 1994, el marco legal de la reglamentación ambiental entró en vigencia y se creó la Comisión Nacional del Medio Ambiente (CONAMA). Y solamente desde 1977, los estudios de impacto ambiental han sido obligatorios para los grandes proyectos de inversión.

Desde entonces, mucho se ha logrado, pero también ha cambiado. La creciente integración chilena -reflejada en sus tratados de libre comercio con la mayoría de los países más industrializados- ha significado una mayor presión e incentivos para cumplir con las normas vigentes en esos países Y la opinión pública chilena ha cambiado, prestando una atención más clamorosa a los asuntos ambientales.

De manera que, después de transcurrida una década, luego de su introducción, ¿cómo están operando las normas medioambientales chilenas? ¿Están brindando una protección efectiva para el medio ambiente y la salud de la población? ¿Y están siendo efectivas para las compañías que intentan desarrollar nuevos proyectos de inversión?

El Senador Antonio Horvath, miembro del partido de oposición Renovación Nacional, adopta un punto de vista crítico. “El sistema nació con defectos; sus autoridades carecen de poder, autonomía y recursos”, asevera él. La corrección de estos defectos es el objetivo de un proyecto de ley que está actualmente en el Senado y del cual el congresista es uno de sus autores.

Pero Jaime Dinamarca, gerente de operaciones y de medio ambiente de la Sociedad de Fomento Fabril – SOFOFA tiene un punto de vista muy diferente. “Los resultados han sido excepcionales para un país con un ingreso per cápita de USD 5.000”, afirma él.

Agrega que en ese sentido, una reciente revisión del rendimiento medioambiental chileno, efectuado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), fue injusta. A pesar de que en el informe elogió los logros chilenos, también señaló “la brecha existente en la escasa convergencia de Chile con los estándares ambientales de los países de la OCDE, en especial, en el contexto de los tratados de libre comercio y de los convenios ambientales multilaterales”.

Pero, expresa Dinamarca, que las normas ambientales son locales y que se supone que el país era evaluado de acuerdo con ellas y con sus avances. Es decir, que la comparación válida no es en relación a dónde están situados actualmente los países de la OCDE, sino dónde estaban cuando tenían un ingreso de USD 5.000. Y en algunas áreas, tales como en el tratamiento de aguas servidas, Chile ya está sobre los estándares promedio de los países de la OCDE.

Este punto es acogido favorablemente por Guillermo García, co-presidente del Comité del Medio Ambiente de AmCham. “Chile debe emular las tendencias mundiales, pero las normas ambientales, por lo general, son diseñadas en los países ricos que ya han resuelto muchos problemas, en cambio Chile tiene que seleccionar sus prioridades”, indica él.

Más aún, y tal como lo señala García, las nuevas normas ambientales a veces pueden ser una forma disfrazada de proteccionismo. En este contexto, los exportadores chilenos necesitan mantener sus ojos abiertos; después de todo, existe una gran cantidad de historias acerca de organizaciones ambientales locales, que reciben financiamiento de industrias del exterior, que compiten con las exportaciones chilenas.

No obstante, e igualmente preocupante para las compañías chilenas, es que existe una percepción dentro del país -alimentada por las recientes dificultades de la planta de celulosa de Valdivia, de la Compañía Forestal Arauco- que las normas no están protegiendo efectivamente el ambiente. El sistema está, en otras palabras, fallando en un área clave: no ha logrado una plena legitimidad pública.

Dos modelos

“Según la SOFOFA, ése es el talón de Aquiles del sistema”, dice Dinamarca. Y para las compañías, son malas noticias, ya que esto significa que un proyecto de inversión, después de haber completado exitosamente todos los trámites reglamentarios, aún puede enfrentar una enorme barrera de oposición.

Esto es muy cierto, en todo el mundo. Y estaría errado llegar a la conclusión de que las normas ambientales chilenas están en crisis, argumenta Ricardo Katz, director gerente de Gestión Ambiental Consultores, una firma consultora del medio ambiente, con sede en Santiago.

“Cuando estoy trabajando en proyectos en otros países latinoamericanos, echo de menos la forma en que el sistema opera en Chile”, informa él. Y agrega que eso incluye la forma en la cual son inspeccionadas las compañías, una de las áreas que es criticada con más frecuencia en Chile.

“Dar respuesta a los problemas expresando que deberíamos cambiar la ley, no es la reacción correcta”, insiste Katz, quien también es investigador en el Centro de Estudios Públicos, centro de investigación local (en inglés think tank) con sede en Santiago. E intentar cambiar la ley en un año electoral, sería una equivocación especialmente mala, manifiesta Guillermo García.

Algunos de los reclamos acerca de la norma ambiental chilena, tienen su raíz en el hecho de que existen dos escuelas de pensamiento sobre la materia: una que piensa que la única respuesta es una regulación severa; y otra, que piensa que, a pesar de que es necesaria un cierto tipo de normativa, se debe brindar el mayor espacio posible a las fuerzas del mercado.

Estas dos escuelas de pensamiento ayudan a explicar porqué un proyecto de ley que introduce la comercialización de emisiones sobre una escala nacional, ha fracasado en su paso para convertirse en ley, aunque ya se ha usado exitosamente en Santiago para combatir la contaminación del aire. El proyecto de ley -que forma parte de la Agenda Pro-Crecimiento, lanzada por el gobierno el año 2002, sobre la base de recomendaciones del sector privado- ha estado en poder del Congreso desde mediados del 2003, pero tiene escasa perspectiva de una pronta aprobación; irónicamente, desde que Chile ha emergido como un importante actor en el mercado internacional de los bonos de carbono.

La comercialización de las emisiones, es la medida individual más importante que Chile podría adoptar para mejorar su rendimiento ambiental, manifiesta Jaime Dinamarca. Pero, debido a que en parte es un mecanismo de mercado, enfrenta oposición de parte de las organizaciones medioambientales y de sus simpatizantes en el Congreso, quienes repetidamente, lo consideran como un equivalente a “vender el aire que respiramos”.

El debate entre estas dos escuelas de pensamiento, data de inicios de los ‘90, cuando el plan inicial de Chile -reflejado en el planteamiento pro normativa- era crear un Ministerio del Medio Ambiente. No obstante, en dicho evento, se optó por el denominado “modelo de coordinación”.

Bajo este modelo, la autoridad ambiental -CONAMA- sirve primariamente como un puente entre el sector privado y las diferentes autoridades públicas que intervienen en las decisiones ambientales. De manera interesante, el modelo chileno ha sido adoptado posteriormente por otros países latinoamericanos, señala Ricardo Katz.

Pero según en Senador Horvath, el rol de coordinación de la CONAMA es uno de los “defectos de nacimiento” del sistema. “Existe un problema subyacente de jerarquía; debido a que la CONAMA sólo coordina y no tiene autoridad sobre los diferentes ministerios”, argumenta él. Ello también puede, según algunos observadores, ayudar a explicar porqué los directores de CONAMA tienen la tendencia de permanecer tan corto tiempo en el cargo.

Buenos vecinos

El modelo de coordinación también está en la raíz de otro factor que socava la legitimidad pública de las decisiones ambientales: el hecho de que ellas son percibidas como producto de motivaciones políticas, más que técnicas. Un blanco frecuente de estas críticas es el consejo de ministros, que es el último tribunal de apelación -aparte de las cortes mismas- sobre disputas medioambientales.

“Observemos el proyecto Trillium en Tierra del Fuego; eventualmente éste fracasó, pero fue aprobado por el consejo de ministros en contra de las objeciones de las propias agencias técnicas del gobierno”, recuerda Horvath. Y agrega, que el problema comienza en las mismas agencias técnicas, debido a que sus directores son nombrados políticamente y sus cargos dependen de la buena voluntad de sus jefes.

Pero Ricardo Katz está en desacuerdo con este diagnóstico. Los temas ambientales inevitablemente son políticos y es correcto que esto debería reflejarse en el proceso de toma de decisión, sostiene él. Y, a pesar de que un proyecto que cumple con la correspondiente norma puede ser rechazado, un proyecto que falla en su cumplimiento, no puede ser aceptado, señala él.

En el sector privado, existe un consenso ampliamente difundido acerca de que la confiabilidad en los mecanismos del mercado es mejor que una regulación estricta. “El mercado es más eficiente que una normativa y puede reaccionar más rápidamente a necesidades cambiantes”, señala Guillermo García, quien además de ser presidente adjunto del Comité de Medio Ambiente de AmCham, es uno de los dos representantes del sector del comercio en el Consejo Consultor Nacional de CONAMA.

Pero si el hecho de obtener un permiso ambiental no necesariamente otorga a un proyecto de inversión, legitimidad pública, ¿qué pueden hacer las compañías? “Deben relacionarse con la comunidad, sobre la base del contacto día a día y ganar sus cada de sus vidas en funcionamiento y, también, deben recordar que los temas ambientales son dinámicos”, responde García.

Esto es algo que ha descubierto la compañía minera canadiense Barrick Gold. El 2001, Barrick obtuvo la aprobación ambiental para el desarrollo del yacimiento Pascua-Lama en la III Región del Norte de Chile, pero en vista de una caída en los precios del oro, decidió no seguir adelante con el proyecto. En Diciembre pasado, presentó un estudio de impacto ambiental para un proyecto que es más grande, pero no radicalmente diferente y le está siendo más bien difícil obtener la aprobación.

En la práctica, la oposición ambiental a nuevos proyectos, también ha pasado a ser un canal para muchas otras demandas: mayor autonomía regional o, por ejemplo, mejores instalaciones para el cuidado de la salud. “CONAMA no ha tenido éxito para filtrar las preocupaciones ciudadanas no concernientes a lo ambiental”, manifiesta Ana Luisa Covarrubias, directora del programa ambiental de Libertad y Desarrollo, centro de investigación local (en inglés think tank) con sede en Santiago.

Nuevos colegios o instalaciones para el de la salud, no obstante que ellos pueden servir como compensación para las externalidades negativas de un proyecto, realmente no constituyen una responsabilidad de la compañía, señala ella. “La responsabilidad social corporativa es fantástica, pero es voluntaria y es algo que es más difícil para las pequeñas empresas”, afirma.

Pero es una responsabilidad de la compañía el ser un buen vecino en la comunidad en la cual opera, argumenta la directora ejecutiva de CONAMA, Paulina Saball. “Un proyecto no sólo tiene que generar utilidades y puestos de trabajo; debe lograr una real inserción en la comunidad y cuando digo esto no quiero decir migajas sobre la mesa”, advierte ella. “No estamos hablando simplemente acerca de un club deportivo”, insiste ella.

Decisiones duras

Pero el tema de la legitimación pública también hace surgir la pregunta acerca de si la legislación ambiental chilena ofrece las oportunidades apropiadas para la participación ciudadana. Nuevamente, el Senador Horvath es crítico. Él argumenta que “éste es un caso de David y Goliat”.

Ricardo Katz reconoce que existe un problema. “Existe una importante asimetría en relación con el acceso a la información; los ciudadanos tienen sólo 60 días para presentar objeciones a un estudio de impacto ambiental, que puede ser complejo y tener hasta cientos de páginas”, indica él.

Las compañías tienen un aporte que efectuar en esta área, argumenta Saball. “Ellas deben crear confianza a través de la transparencia y del acceso a la información; el ocultamiento de datos es una de las cosas más perjudiciales que una empresa puede hacer”, manifiesta ella.

Pero el dinero también logra una participación más eficaz. Esto queda claro en el caso del proyecto Pascua-Lama de Barrick, que ha pasado a tener un lugar destacado, debido, en parte, a que sus oponentes -dentro de los que se encuentran los agricultores, que exportan uva de mesa- gozan de condiciones muy rentables en el hemisferio norte, durante la época de Navidad y cuentan con los recursos para financiar sus propios consejeros ambientales.

Un fondo público -una proposición que aparentemente tendría un amplio apoyo- sería una manera fácil para facilitar la participación ciudadana. Pero tratar los demás temas subyacentes que afectan el rendimiento de la legislación ambiental chilena, será menos simple. Se requieren algunas decisiones políticas duras, en vez de aquellas estrictamente ambientales.

“No es correcto que proyectos individuales deban enredarse en decisiones tales, como por ejemplo, si un área en particular debería estar reservada para la producción de vino o si ésta puede ser utilizada para plantas termoeléctricas”, argumenta Katz. Este tema también fue tratado en el reciente informe de la OCDE, que recomendó la integración de las preocupaciones ambientales en la planificación regional y municipal de uso de la tierra.

El Senador Horvath sugiere llevar esto un paso más delante. Cada región -así como la región de Aysén, que él representa-, tendría que acordar la forma en la cual su territorio debe ser destinado a diferentes actividades. La planta de celulosa de Valdivia, argumenta él, fue construida en el sitio equivocado, lo que no habría sucedido si previamente hubiese existido un acuerdo sobre el uso de la tierra.

Pero no todos están de acuerdo con la idea de zonificación. “Chile garantiza la libertad para ejecutar lo que uno desea en su propiedad, siempre y cuando no se infrinja la ley”, señala Jaime Dinamarca de SOFOFA. “Si los productores de vino no quieren una planta eléctrica en su valle, ellos deberían comprar toda la tierra”, recomienda él.

Las diferencias de opinión acerca de la autonomía regional también son un problema en las decisiones ambientales. ¿Se debería permitir, por ejemplo, al consejo de ministros de Santiago, decidir en contra de los deseos de una región, previamente expresados por sus autoridades del gobierno local?

Después de todo, la represa hidroeléctrica de Ralco, en la VIII Región, en el sur de Chile, es sobre todo en beneficio de Santiago, y no de las regiones en sí. Pero nuevamente esto es un tema político y no ambiental.

Por supuesto que las normas ambientales chilenas también enfrentan desafíos muchos más banales. Con un presupuesto anual de sólo USD 18 millones -una cifra que ha permanecido constante durante los últimos cinco años-, la CONAMA posee recursos limitados. Y, esta es la razón que se arguye para justificar la demora en la redacción de las normas ambientales, que ayudarían a simplificar muchas decisiones y a incrementar la efectividad de la protección ambiental. Y, también, ello contribuye a una situación, en la cual las grandes firmas son usualmente sometidas a una frecuente inspección, mientras que sus contrapartes más pequeñas, pueden incluso, no ser inspeccionadas jamás.

Y, a pesar de que se considera que los funcionarios ambientales chilenos están bien calificados, David y Goliat también constituye un problema en esta área. “Ellos envían personal a estudiar al extranjero y a continuación, son contratados por compañías privadas”, indica Covarrubias.

Pero los desafíos cruciales son los asuntos políticos subyacentes. A menos que ellos sean tratados, las normas ambientales seguirán siendo el blanco de las críticas y las dos escuelas de pensamiento continuarán empujando en diversas direcciones, restándole mérito a su legitimidad. Y eso sería por supuesto, malas noticias para muchos nuevos proyectos de inversión.

Since its launch just over ten years ago, Chile’s environmental regulation has by most accounts worked pretty well, but it now faces a new challenge - increasing public scrutiny.

By international and even Latin American standards, Chile was a latecomer to environmental regulation. It was only in 1994 that the country’s framework environmental law came into force and the National Commission for the Environment (CONAMA) was created. And it is only since 1997 that environmental impact studies have been obligatory for major investment projects.

Since then, much has been achieved, but much has also changed. Chile’s increasing international integration - reflected in its free trade agreements with most of the major industrialized countries - has meant greater pressure and incentives to comply with standards in these countries. And, in Chile, public opinion has changed, paying ever more vociferous attention to environmental issues.

So just over a decade after its introduction, how is Chile’s environmental regulation performing? Is it providing effective protection for the environment and the health of the population? And is it working for companies seeking to develop new investment projects?

Senator Antonio Horvath, a member of the National Renewal opposition party, takes a critical view. “The system was born with defects; its authorities lack power, autonomy and resources,” he asserts. Correcting these defects is the aim of a bill, currently before Congress, of which Senator Horvath is one of the authors.

But Jaime Dinamarca, manager for operations and the environment at Chile’s Manufacturers’ Association (SOFOFA), takes a very different view. “The results have been exceptional for a country with a per capita income of US$5,000,” he says.

In that sense, he adds, a recent review of Chile’s environmental performance by the Organization for Economic Cooperation and Development (OECD) was unfair. Although the report praised Chile’s achievements, it also pointed to a “gap regarding convergence with environmental standards of OECD countries, in particular in the context of free trade agreements and multilateral environmental agreements”.

But the valid comparison, says Dinamarca, is not with where the OECD countries are today, but where they were when they had an income of US$5,000. And, in some areas - such as sewage treatment - Chile is already ahead of average standards in OECD countries today, he adds.

This point is echoed by Guillermo García, co-chair of AmCham’s Environmental Committee. “Chile has to emulate world trends, but environmental norms are generally devised in wealthy countries, which have already resolved many problems whereas Chile has to select its priorities,” he notes.

Moreover, as García points out, new environmental norms can sometimes be a disguised form of protectionism. In this context, Chilean exporters need to keep their eyes open - there are, after all, plenty of stories about local environmental organizations receiving financing from overseas industries that compete with Chile’s exports.

However, just as worryingly for Chilean companies, there is a perception within the country - fuelled by the recent difficulties of the Arauco forestry company’s Valdivia pulp plant - that regulation is not being effective in protecting the environment. The system is, in other words, failing in one key area - it has not achieved full public legitimacy.

Two models

“In SOFOFA’s view, that’s the Achilles heel of the system,” says Dinamarca. And for companies, it’s bad news because it means that an investment project, after successfully completing all the regulatory hoops, can still face a barrage of opposition.

That is, of course, true around the world. And it would be wrong to draw the conclusion that Chile’s environmental regulation is in crisis, argues Ricardo Katz, managing director of Gestión Ambiental Consultores, a Santiago-based environmental consultancy firm.

“When I’m working on projects in other Latin American countries, I miss the way the system works in Chile,” he reports. And, he adds, that includes the way in which companies are inspected, one of the areas that is most frequently criticized in Chile.

“To respond to problems by saying that we should change the law is not the right reaction,” insists Katz, who is also a researcher at the Centro de Estudios Públicos, a Santiago-based think tank. And attempting to change the law in an election year would be a particularly bad mistake, says Guillermo García.

Some of the complaints about Chile’s environmental regulation have their root in the fact that there are two schools of thought on the subject - one which believes that strong regulation is the only answer, and another which believes that, although some regulation is necessary, market forces should be given as much space as possible.

These two schools of thought help to explain why a bill that would introduce emissions trading on a national scale has failed to become law, although it has already been used successfully in Santiago to combat air pollution. The bill, which forms part of the Pro-Growth Agenda, launched by the government in 2002 on the basis of recommendations from the private sector, has been before Congress since mid-2003, but has little prospect of early approval - ironically, since Chile has emerged as an important player in the international carbon bond market.

Emissions trading is the single most important measure that Chile could take to improve its environmental performance, says Jaime Dinamarca. But, partly because it is a market mechanism, it faces opposition from environmental organizations and their sympathizers in Congress, who reportedly consider it equivalent to “selling the air we breathe”.

The debate between these two schools of thought goes back to the early 1990s when Chile’s initial plan - reflecting the pro-regulation approach - was to create a Ministry of the Environment. However, in the event, it opted for the so-called “coordination model”.

Under this model, the environmental authority - CONAMA - serves primarily as a bridge between the private sector and the different public authorities that intervene in environmental decisions. Interestingly, Chile’s model has subsequently been adopted by other Latin American countries, notes Ricardo Katz.

But, according to Senator Horvath, CONAMA’s coordinating role is one of the “birth defects” of the system. “There’s an underlying problem of hierarchy; because CONAMA only coordinates, it doesn’t have authority over the different ministries,” he argues. It may also, according to some observers, help to explain why CONAMA directors have tended to have such a short life.

Good neighbors

The coordination model is also at the root of another factor that undermines the public legitimacy of environmental decisions - the fact that they are perceived as politically, rather than technically, motivated. One frequent butt of this criticism is the council of ministers that is the last court of appeal - apart from the courts themselves - on environmental disputes.

“Look at the Trillium project on Tierra del Fuego; it eventually failed, but it was approved by the council of ministers in the face of objections from the government’s own technical agencies,” recalls Horvath. And, he adds, the problem starts in the technical agencies themselves because their directors are political appointees, whose jobs depend on the goodwill of their bosses.

But Ricardo Katz disagrees with this diagnosis. Environmental issues are inevitably political and it’s right that this should be reflected in the decision-making process, he maintains. And, although a project that complies with the corresponding regulation can be rejected, a project that fails to comply cannot be accepted, he points out.

In the private sector, there is widespread consensus that reliance on market mechanisms is better than heavy-handed regulation. “The market is more efficient than regulation, it can react more quickly to changing needs,” points out Guillermo García who, as well as co-chairing AmCham’s Environmental Committee, is one of two business representatives on CONAMA’s National Consulting Council.

But if obtaining an environmental permit does not necessarily give an investment project public legitimacy, what can companies do? “They have to relate to the community on a day-to-day basis and earn their permits every day of their working lives, and they have to remember that environmental issues are dynamic,” responds García.

That is something that Barrick Gold, a Canadian mining company, has discovered. In 2001, Barrick obtained environmental approval for the development of the Pascua-Lama deposit in northern Chile’s Region III but, in view of a dip in gold prices, decided not to go ahead with the project. Last December, it presented an environmental impact study for a project that is larger, but not radically different, and is not finding it so easy to obtain approval.

Environmental opposition to new projects has also, in practice, become a channel for many other demands - greater regional autonomy or, for example, better healthcare facilities. “CONAMA hasn’t been successful in filtering out non-environmental citizen concerns,” says Ana Luisa Covarrubias, director of the environmental program at Libertad y Desarrollo, a Santiago-based think tank.

New schools or healthcare facilities, although they may serve as compensation for a project’s negative externalities, are not really a company’s responsibility, she points out. “Corporate social responsibility is fantastic, but it’s voluntary and it’s something that’s more difficult for small companies,” she says.

But it is a company’s responsibility to be a good neighbor to the community in which it operates, argues CONAMA’s executive director, Paulina Saball. “A project not only has to generate profits and jobs, it has to achieve real insertion into the community and by that I don’t mean the crumbs from the table,” she warns. “We’re not just talking about a sports club,” she insists.

Tough decisions

But the issue of public legitimacy also raises the question of whether Chile’s environmental legislation provides proper opportunities for citizen participation. Again, Senator Horvath is critical. “It’s a case of David and Goliath,” he argues.

Ricardo Katz recognizes that there is a problem. “There’s an important asymmetry as regards access to information; citizens have just 60 days to present objections to an environmental impact study that is complex and can run to hundreds of pages,” he notes.

Companies have a contribution to make in this area, argues Saball. “They have to build trust through transparency and access to information; concealing information is one of the most damaging things a company can do,” she says.

But money also makes for more effective participation. That is clear in the case of Barrick’s Pascua-Lama project, which has come to prominence partly because its opponents include grape farmers with a profitable niche in the northern hemisphere Christmas market, and the resources to finance their own environmental advisors.

A public fund - a proposal that would apparently have widespread support - would be an easy way to facilitate citizen participation. But addressing the other underlying issues that affect the performance of Chile’s environmental legislation will be less simple. Some tough political - rather than strictly environmental - decisions are required.

“It’s not right that individual projects should get entangled in decisions as to, for example, whether a particular area should be reserved for producing wine or whether it can be used for thermoelectric plants,” argues Katz. This issue was also raised in the recent OECD report, which recommended the integration of environmental concerns in regional and municipal land-use planning.

Senator Horvath suggests taking that one step further. Each region - like the Aisén region, which he represents - should agree on how its territory is to be allocated to different activities. The Valdivia pulp plant was, he argues, built in the wrong place, which wouldn’t have happened if there had been a prior agreement on land use.

But not everyone agrees with the zoning idea. “Chile guarantees the freedom to do what you like on your own property, providing you don’t break the law,” points out SOFOFA’s Jaime Dinamarca. “If wine producers don’t want a power plant in their valley, they should buy all the land,” he recommends.

Differences of opinion on regional autonomy are also an issue in environmental decisions. Should, for example, the council of ministers in Santiago be allowed to overrule the wishes of a region as expressed by their local government authorities?

After all, the Ralco hydroelectric dam in Region VIII of southern Chile, or the proposed power plants in Aisén in the far south, are primarily for Santiago’s benefit, not that of the regions themselves. But again that is a political, not an environmental, issue.

Of course, Chile’s environmental regulation also faces many more mundane challenges. With an annual budget of just US$18 million - a figure that has remained constant for the last five years - CONAMA has limited resources.

This is blamed for slowing progress in writing the environmental standards that would help to simplify many decisions and increase the effectiveness of environmental protection. And it contributes to a situation in which large firms are usually subject to frequent inspection, while their smaller counterparts may not be inspected at all.

And, although Chile’s environmental officials are considered technically well-qualified, David and Goliath is also a problem in this area. “They send staff abroad to study and then they get headhunted by private companies,” notes Covarrubias.

But it’s the underlying political issues that are the crucial challenge. Unless they are addressed, environmental regulation will remain a target of criticism and the two schools of thought will continue to pull in different directions, detracting from its legitimacy. And that would, of course, be bad for new investment projects.
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