Las Asociaciones Sindicales de ChileChile’s Trade Unions

01 Septiembre 2007


Si la cobertura de prensa fuera una medida del éxito, las asociaciones sindicales de Chile estarían con una buena racha. En los últimos meses, a través de distintas huelgas y conflictos, han logrado un nivel de importancia en la prensa local que va más allá del tamaño de un movimiento que -de hecho- es bastante pequeño.

Y luego, el 29 de agosto, colocaron a Chile en los titulares internacionales cuando la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), una de las tres confederaciones sindicales del país a nivel nacional, organizó lo que denominó un día nacional de protesta en contra de la opresión de los trabajadores del país. Ese día, la protesta fue mayor en términos de violencia que en el respaldo de los trabajadores oprimidos.

Pero, ¿qué está pasando? ¿El movimiento sindical de Chile se está volviendo más activo y, posiblemente, más agresivo? ¿Quiénes son exactamente los sindicatos del país y, de manera más importante, qué es lo que quieren?

Un aumento de las demandas laborales no es nada extraordinario cuando la tasa de desempleo está bajando, como ha sucedido recientemente en Chile. Y si bien los salarios están subiendo -según el Instituto Nacional de Estadísticas, se incrementaron en un 5,1% durante los primeros siete meses del año- su poder adquisitivo se está viendo erosionado por las alzas en los precios de los alimentos, en particular del pan y la leche, y de los combustibles.

Sin embargo, según algunos líderes sindicales, tras sus demandas hay más que una economía pujante. En la década de los 90, señalan, los trabajadores pospusieron sus demandas, dando prioridad a la estabilidad de la recién reinstaurada democracia en Chile, pero ahora -especialmente en momentos en que los altos precios de los bienes básicos que exporta el país están incrementando el ingreso fiscal y las ganancias de las empresas- no ven una razón para autocensurarse.

“Las demandas que están surgiendo ahora han existido desde hace mucho tiempo”, comenta Diego Olivares, presidente de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), una confederación nacional. “Las cosas parecían calmadas antes, pero las demandas se estaban incubando”.

Karla Varas, profesora de la Escuela de Formación Sindical administrada por estudiantes de Derecho de la Universidad de Chile, también indica que ha habido un cambio de actitud. “Los trabajadores que asisten ahora a nuestros cursos son más jóvenes, están más motivados y más convencidos de que, organizándose, pueden lograr un cambio”, sostiene.

Según Varas, las protestas que el año pasado protagonizaron los estudiantes secundarios del país en demanda de una educación estatal de mejor calidad tuvieron un efecto importante en sus padres. “Sus hijos les preguntan qué están haciendo por el futuro del país”, comenta.

Las promesas electorales de la Presidenta Michelle Bachelet también contribuyeron a aumentar las expectativas. Bachelet afirmó que garantizaría que todos los chilenos compartieran la creciente prosperidad del país y que su gobierno ofrecería más oportunidades de participación.

Pero, más allá de estas promesas generales, lo que sin duda ha tenido el mayor impacto es la nueva ley de subcontratación que entró en vigencia en enero. Diseñada para regular una industria que se ha desarrollado en tierra de nadie, llamó la atención sobre malas prácticas en el sector además de dar esperanzas que nunca tuvo la intención de satisfacer.

Participación Sindical

El año pasado, según la Dirección del Trabajo del gobierno, los miembros de sindicatos correspondieron al 13,8% de los trabajadores empleados en Chile. Eso coloca al país sudamericano por delante de Estados Unidos con un 12,0%, aunque mucho más atrás del 28,4% observado en Reino Unido.

Comparar las tasas de sindicalización en América Latina es difícil, porque las estadísticas a menudo son poco confiables y los métodos varían, señala Eduardo Rodríguez de la oficina en Santiago de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Sin embargo, está claro que, en Chile, la participación sindical es mucho menor que, por ejemplo, en Argentina y Rodríguez estima que Chile se ubica en la mitad inferior de la escala regional.

También se dice a menudo que la participación sindical en Chile está dormida como, en efecto, está en Estados Unidos. Sin embargo, eso no es estrictamente cierto.

La sindicalización creció fuertemente con el retorno de la democracia y, en 1991, alcanzó un peak del 15,1% antes de caer gradualmente a un 10,7% en 1999. Esta disminución se atribuyó en parte a un cambio hacia empleos de más corto plazo así como también a un incremento en la participación laboral de las mujeres, que están menos dispuestas que los hombres a unirse a un sindicato.

Desde el 2000, la sindicalización ha comenzado a aumentar nuevamente. Pero, según Patricia Silva, titular de la Dirección del Trabajo del gobierno, el alza no significa que el movimiento sindical haya ido ganando fuerza.

La atomización ha crecido, señala, es decir se han creado más sindicatos, pero de menor tamaño. De hecho, en el 2006, había alrededor de 10.000 sindicatos activos en Chile con un total cercano a los 880.000 miembros, lo que da un promedio de menos de 100 miembros por agrupación.

No obstante, en términos de la cantidad de trabajadores que se benefician de la actividad sindical, esa cifra es engañosa, porque, cuando una empresa negocia un acuerdo salarial con un sindicato, por lo general extiende las mismas condiciones para todos sus empleados, no sólo para los miembros del sindicato.

Ése es el caso, por ejemplo, de SINAMI, sindicato especializado en los trabajadores de la construcción industrial. Actualmente tiene 17.000 miembros en sus registros, pero el año pasado negoció en nombre de 40.000, afirma Miguel González, presidente del sindicato.

Además, ha habido cambios en la composición del movimiento laboral de Chile pasando de los sindicatos de una empresa a aquéllos que, como SINAMI, representan a trabajadores de distintas empresas. Si bien el ritmo de crecimiento de los sindicatos de una empresa se ha mantenido más o menos a la par de la expansión del empleo, los sindicatos multiempresas -aunque siguen siendo mucho más pequeños en términos de la cantidad total de miembros- han ido creciendo más rápidamente.

Esto es sorprendente, quizás, dado que -en virtud de la legislación chilena- las empresas no están obligadas a celebrar negociaciones colectivas con un sindicato multiempresa. Pero es algo que SINAMI ha estado haciendo durante los últimos 10 años.

Antes de la construcción de una mina o de un nuevo proyecto industrial, se sienta con el inversionista y negocia un acuerdo marco, señala González. El acuerdo -que tradicionalmente cubre temas como turnos, pago de indemnizaciones por despido y seguros de vida- se incluye posteriormente en la licitación a la que se invita a participar a los contratistas, los empleadores de los miembros de SINAMI.

Esta práctica, en efecto, es bastante común en sectores que regularmente emplean contratistas y es ventajosa para todo el mundo. “La empresa opera con menos riesgo de huelgas, los contratistas compiten en igualdad de condiciones y nuestros miembros consiguen mejores condiciones laborales”, destaca González.

Conexiones Políticas

Hay dos estrategias posibles para una asociación sindical: negociación o confrontación, según González. Y ahí es donde el movimiento sindical de Chile no concuerda.

SINTRAC, un sindicato que se separó de SINAMI en el 2003, está a favor de la confrontación. “La estrategia de negociación de SINAMI sin movilización se da a costa de los derechos de los trabajadores y no es nuestra manera (de hacer las cosas)”, declara Sergio Alegría, presidente del sindicato.

Pero, rebate González, SINAMI ha conseguido derechos para sus miembros tales como viajes en avión para quienes vivan a más de 500km de distancia del proyecto en que están trabajando. “Ésa es una mejor calidad de vida para ellos y para sus familias”, destaca.

No obstante, esa divergencia sobre la estrategia es meramente un síntoma de una fractura mucho más profunda en el movimiento laboral de Chile. Por una parte, hay sindicatos que se concentran en las demandas laborales –salarios, condiciones de trabajo y así sucesivamente- y, por otra, están aquéllos que tienen objetivos políticos más amplios y que, en algunos casos, están atrapados en la política partidista a la que muchos culpan de fragmentar el movimiento y de socavar su legitimidad.

En su llamado a los trabajadores para que protestaran el 29 de agosto, la CUT -que afirma representar a 680.000 trabajadores de los sectores público y privado- repartió un volante que mostraba a una vaca siendo ordeñada por las grandes empresas, Estados Unidos y Andrés Velasco, el ministro de Hacienda de Chile. “Estamos cansados de ser ordeñados para el beneficio de unos pocos; no aceptamos el feroz modelo neoliberal”, proclamó el presidente de la CUT, Arturo Martínez.

“La CUT está atrapada en una posición ideológica y está siendo instrumentalizada por un sector político”, rebate Olivares de la UNT, quien se separó de la CUT en el 2003 y que afirma representar a 100.000 trabajadores, principalmente del sector privado. La gota que rebasó el vaso en esa división, recuerda Olivares, fue una disputa sobre la política de la CUT hacia el propuesto tratado de libre comercio de Chile con Estados Unidos.

Olivares estaba en favor de participar en las negociaciones en una apuesta por conseguir las mejores condiciones laborales posibles. Pero Martínez se negó, pasando por encima de una mayoría -dice Olivares- que votó en favor de su posición.

Políticamente hablando, aunque Martínez es socialista, Olivares es demócrata-cristiano, ahora existe un consenso generalizado en círculos sindicales en cuanto a que la CUT está siendo utilizada por el Partido Comunista (PC). En un congreso celebrado el año pasado, el PC acordó montar una campaña parta fomentar la sindicalización y, específicamente, la incorporación a la CUT y se ha sugerido que su objetivo podría ser controlar directamente a la CUT.

Al parecer una de las razones para el actuar del PC apuntaría a presionar al gobierno para que reforme el sistema electoral de Chile en virtud del cual cada distrito escoge dos miembros para cada cámara. En la práctica, esto obliga a los partidos políticos del país a formar dos grandes coaliciones y hace virtualmente imposible que los partidos pequeños fuera de ellas, como el PC, obtengan representación parlamentaria.

Fortalecimiento de las Relaciones

Sin embargo, pese a las recientes huelgas y la atención que han captado, las protestas laborales son relativamente poco frecuentes en Chile. El año pasado, hubo 134 huelgas, en las que participaron apenas 15.602 trabajadores de una fuerza laboral total de 6,8 millones.

“Las relaciones laborales no son tan malas como se sugiere a veces”, dice Olivares. “El problema es que sólo los aspectos negativos salen en la prensa”.

Esa visión es compartida por Miguel González de SINAMI. A veces los miembros del sindicato que representa son contratados para trabajar en proyectos en otros países latinoamericanos y regresan diciendo que los trabajadores chilenos están “en la gloria”, comenta.

Más aún, aunque la situación tiende a ser menos cómoda en las empresas más pequeñas, que tienen menos margen para absorber las demandas sindicales, muchas empresas chilenas más grandes afirman tener relaciones sólidas y de beneficio mutuo con sus sindicatos. Pero, aún así, los mitos y temores abundan en ambas partes.

“Es necesario que los trabajadores aprendan a hablar y a no quemar buses”, recomienda Patricia Silva de la Dirección del Trabajo. “Y las empresas deben reconocer como legítimos a los sindicatos”.

Negociaciones colectivas más amplias ayudarían, insta Eduardo Rodríguez de la OIT. Según la Dirección del Trabajo, 195.000 trabajadores chilenos negociaron de manera colectiva el año pasado, lo que se compara con los 178.000 del 2005, pero esa cifra aún representa menos del 3% de la fuerza laboral.

La negociación colectiva no sólo promueve la colaboración, sino que también conduce a la productividad y la competitividad, argumenta Rodríguez. Pero eso genera la pregunta de si Chile, a medida que intenta tener éxito en mercados mundiales cada vez más competitivos, tiene los sindicatos que necesita.

Los propios sindicalistas reconocen deficiencias. El dinero es un problema, señalan.

Las finanzas de los sindicatos tienden a ser un libro cerrado -los sindicatos tienen que estar registrados, pero no están obligados a publicar sus cuentas-, pero la mayoría dice que operan con escasos recursos. Niegan aportes de partidos políticos y afirman que dependen de las cuotas que pagan sus miembros -las que no siempre son fáciles de recaudar- además de la parte de las cuotas que deben pagar quienes no son miembros de los sindicatos, pero que se benefician de un acuerdo salarial colectivo.

La falta de experiencia técnica es otro problema. En la Escuela de Formación Sindical de la Universidad de Chile, Karla Varas comenta que la preparación de los trabajadores que asisten a sus cursos varía enormemente, pero que -en general- carecen de capacidades para entender los estados financieros de una empresa y, en muchos casos, tienen poco conocimiento de la legislación laboral.

Y carecen de redes, añade. Los sindicatos pequeños a menudo desconfían de las confederaciones nacionales, identificándolas como organizaciones políticas más que laborales y, aunque las confederaciones industriales ayudan, los sindicatos tienden a operar aislados unos de otros.

Más aún, muchos trabajadores simplemente no entienden la finalidad de pertenecer a un sindicato. Después de todo, ¿por qué correr el riego y pagar cuotas cuando, de todos modos, posiblemente verán los beneficios de los acuerdos salariales colectivos?

Eso priva al movimiento laboral de una base de respaldo más amplia, particularmente en el sector privado, que podría diluir su uso para fines políticos. De modo que ¿necesita Chile sindicatos más grandes?

No necesariamente. Después de todo, en los sindicatos como en la mayoría de las cosas, cada caso es único.

Pero lo que sí parece importar es que Chile se beneficiaría con más sindicatos que sean más profesionales y entiendan no sólo las demandas de sus trabajadores, sino que también las demandas que los mercados competitivos exigen a sus empleadores. Eso, por supuesto, es primeramente un desafío para los sindicatos, pero quizás también sea un área en la que las empresas del país podrían ayudar.

Ruth Bradley es editora general de bUSiness CHILE. Además es corresponsal en Santiago de The Economist.

If press coverage were a measure of success, Chile’s trade unions would be on a winning streak. In recent months, through different stoppages and conflicts, they have achieved a prominence in the local press that goes beyond the size of a movement which is, in fact, quite small.

And then, on August 29, they put Chile in the international headlines when the Central Unitaria de Trabajadores (CUT), one of the country’s three national union confederations, organized what it billed as a national day of protest against oppression of the country’s workers. In the event, the protest was stronger on violence than support from oppressed workers.

But what is happening? Is Chile’s union movement acquiring a new bark and, possibly, bite? And who exactly are the country’s unions and, most importantly, what do they want?

A surge in labor demands is nothing out of the ordinary when unemployment is dropping, as it has done recently in Chile. And although wages are rising - according to the National Statistics Institute, they rose by 5.1% in the first seven months of the year - their purchasing power is being eroded by increases in the price of food, particularly basics like bread and milk, and fuel.

But, according to some union leaders, there is more to their demands than just a buoyant economy. In the 1990s, they say, workers postponed their demands, giving precedence to the stability of Chile’s newly-restored democracy, but now - especially with high prices for the country’s export commodities plumping up fiscal revenues and company profits - they no longer see a reason for self-censorship.

“The demands that are surfacing now have existed for a long time,” says Diego Olivares, president of the Unión Nacional de Trabajadores (UNT), a national confederation. “Things looked quiet before but demands were incubating.”

Karla Varas, a teacher at a trade union school run by law students at the University of Chile, also reports a change of attitude. “The workers attending our courses now are younger, more motivated and more convinced that, by organizing, they can achieve change,” she says.

According to Varas, last year’s protests by the country’s secondary schoolchildren in demand for better-quality state education had an important impact on their parents. “Their children are asking them what they’re doing for the future of the country,” she says.

The election promises of President Michelle Bachelet also served to raise expectations. She would, she said, ensure that all Chileans shared in their country’s increasing prosperity and that her government would offer more opportunities for participation.

But, beyond these general promises, what has undoubtedly had most impact is a new law on job outsourcing that came into force in January. Designed to regulate an industry that developed in a legal no-man’s-land, it has drawn attention to malpractices in the sector as well as buoying hopes it was never intended to satisfy.

Union membership

Last year, according to the government’s Labor Bureau, union members represented 13.8% of employed workers in Chile. That put Chile ahead of the United States with 12.0%, although way below the 28.4% seen in the UK.

Comparing unionization rates in Latin America is difficult because statistics are often unreliable and methods of calculation vary, says Eduardo Rodríguez at the Santiago office of the International Labor Organization (ILO). However, it is clear that, in Chile, union membership is much lower than, for example, in Argentina and Rodríguez estimates that Chile is in the bottom half of the regional scale.

It is also often said that trade union membership in Chile is slipping as, indeed, it is in the U.S. But this is not strictly true.

Unionization increased sharply with the return of democracy and, in 1991, peaked at 15.1% before dropping gradually to 10.7% in 1999. This decline was attributed partly to a shift towards shorter-term work as well as to an increase in the workforce participation of women, who are less likely than men to belong to a union.

Since 2000, unionization has again been increasing. But, according to Patricia Silva, director of the government’s Labor Bureau, the increase does not mean that the union movement has been gaining strength.

Atomization has increased, she says, with more unions being formed but of smaller size. Indeed, in 2006, there were around 10,000 active unions in Chile with a total of some 880,000 members, giving an average size of less than 100 members.

But, in terms of the number of workers who benefit from union activity, that figure is deceptive because, when a company negotiates a wage agreement with a union, it generally extends the same terms to all its employees, not just the union’s members.

That is the case, for example, of SINAMI, a union of specialized industrial construction workers. It currently has 17,000 members on its books but, last year, negotiated on behalf of 40,000, says Miguel González, the union’s president.

In addition, there has been a shift in the composition of Chile’s labor movement away from one-company unions to those which, like SINAMI, represent workers from a number of different companies. While the growth of one-company unions has more or less kept pace with the expansion of employment, multi-company unions - although still much smaller in terms of total membership - have been growing faster.

This is, perhaps, surprising given that, under Chilean law, companies are not obliged to enter into collective bargaining with a multi-company union. But it is something that SINAMI has been doing for the past ten years.

Ahead of the construction of a mine or new industrial project, it sits down with the investor and negotiates a framework agreement, says González. Typically covering issues such as shifts, redundancy pay and life insurance, the agreement is then included in the tender for which contractors - the employers of SINAMI’s members - are invited to bid.

This practice is, in fact, fairly common in sectors that regularly use contractors and has advantages for everyone. “The company runs less risk of stoppages, contractors compete on equal terms, and our members get better working conditions,” points out González.

Political connections

There are two possible strategies for a trade union - negotiation or confrontation, says González. And that is where Chile’s trade union movement disagrees.

SINTRAC, a union that broke away from SINAMI in 2003, favors confrontation. “SINAMI’s strategy of negotiating without mobilization is at the expense of workers’ rights and it’s not our way,” states Sergio Alegría, the union’s president.

But, retorts González, SINAMI has obtained rights for its members like air travel if they live more than 500km from the project they’re working on. “That’s better quality of life for them and their families,” he points out.

But this divergence on strategy is merely a symptom of a far deeper fault line in Chile’s labor movement. On the one hand, there are unions whose focus is on labor demands - wages, working conditions and so on - and, on the other, those that have broader political objectives and, in some cases, are caught up in the party politics that many blame for fragmenting the movement and undermining its legitimacy.

In its call to workers to protest on August 29, the CUT - which claims to represent 680,000 workers from the public and private sectors - issued a flyer depicting a cow being milked by big business, the U.S. and Andrés Velasco, Chile’s finance minister. “We’re tired of being milked for the benefit of a few; we don’t accept the savage neoliberal model,” proclaimed CUT president Arturo Martínez.

“The CUT is stuck in an ideological position and is being instrumentalized by a political sector,” counters Olivares at the UNT, which split off from the CUT in 2003 and claims to represent 100,000 workers, mostly from the private sector. The last straw in that split, recalls Olivares, was a dispute over the CUT’s policy towards Chile’s proposed free trade agreement with the United States.

He favored participating in the negotiations in a bid to obtain the best possible labor terms. But Martínez refused, overriding - says Olivares - a majority vote in favor of his own position.

Although Martínez is a Socialist - Olivares is a Christian Democrat - there is now a widespread belief in union circles that the CUT is being used by the Communist Party (PC). At a Congress last year, the PC agreed to mount a campaign to encourage unionization and, specifically, membership of the CUT and there are suggestions that its aim may be direct control of the CUT.

One of the PC’s reasons for this move appears to be to pressure the government to reform Chile’s electoral system under which each constituency returns two members of each house. In practice, this forces the country’s political parties into two broad coalitions and makes it virtually impossible for small outside parties, such as the PC, to obtain representation.

Relation building

However, despite recent stoppages and the attention they have attracted, labor disruptions are relatively infrequent in Chile. Last year, there were 134 strikes, involving just 15,602 workers out of a total labor force of 6.8 million.

“Labor relations are not as bad as is sometimes made out,” says Olivares. “The problem is that only the negative aspects get in the press.”

That view is echoed by SINAMI’s Miguel González. His union’s members are sometimes hired for projects in other Latin American countries and come back reporting that Chilean workers are “in glory”, he says.

Moreover, although the situation tends to be less comfortable in smaller businesses, with less margin to absorb union demands, many larger Chilean companies report solid and mutually beneficial relations with their unions. But, still, myths and fears abound on both sides.

“The workers need to learn to talk, not burn buses,” recommends the Labor Bureau’s Patricia Silva. “And businesses must recognize unions as legitimate.”

More widespread collective bargaining would help, urges the ILO’s Eduardo Rodríguez. According to the Labor Bureau, 195,000 Chilean workers negotiated collectively last year, an increase from 178,000 in 2005 but still representing less than 3% of the labor force.

Collective bargaining not only promotes collaboration, but is also conducive to productivity and competitiveness, argues Rodríguez. But that raises the question of whether Chile, as it seeks to succeed in ever more competitive global markets, has the unions it needs.

Unionists themselves recognize deficiencies. Money is one problem, they say.

Unions’ finances tend to be a closed book - unions have to be registered but are not obliged to publish accounts - but most say that they operate on a shoestring. Denying contributions from political parties, they say they rely on members’ dues, which are not always easy to collect, plus the portion of dues that must be paid by non-members benefiting from a collective wage agreement.

Lack of expertise is another problem. At the University of Chile’s trade union school, Karla Varas says that the preparation of workers attending its courses varies enormously but they generally lack the skills to understand a company’s financial statements and, in many cases, have little knowledge of labor legislation.

And, she adds, they lack networks. Small unions often mistrust the national confederations, identifying them as political rather than labor organizations, and, although industry confederations help, unions tend to operate in isolation from each other.

Moreover, many workers simply don’t see the point of belonging to a union. After all, why run the risk and pay dues when, in any case, they’re likely to see the benefits of collective wage agreements?

That deprives the labor movement of a broader base of support, particularly in the private sector, that could dilute its use for political purposes. So does Chile need larger unions?

Not necessarily. After all, in unions as in so much else, one size doesn’t fit all.

But what it does appear to mean is that Chile would benefit from unions that are more professional and understand not only the demands of their workers but also the demands placed on their employers by competitive markets. That is, of course, primarily a challenge for the unions themselves but it is also, perhaps, an area in which the country’s businesses could help.

Ruth Bradley is general editor of bUSiness CHILE. She is also the Santiago correspondent for The Economist.
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