En el 2011, el Servicio de Impuestos Internos de Chile (SII) recaudó un récord de 21,52 billones de pesos -cerca de US$41.600 millones- de manos de los contribuyentes del país. Ello correspondió a un incremento del 16,0% frente al año previo, lo que refleja principalmente el crecimiento del PIB -el que llegó al 6,0%- y los mayores precios del cobre, la principal exportación del país.
Más aún, si bien el Gobierno elevó el gasto en un 7,2% en términos reales el año pasado, de todos modos registró un superávit fiscal equivalente al 1,4% del PIB -o en torno a los US$3.500 millones- que ahorrará en sus dos fondos soberanos en el extranjero o utilizará para pagar su (baja) deuda. Sin embargo, se espera que durante abril anuncie una reforma tributaria que recaudaría alrededor de US$700 millones al año en ingresos adicionales.
Parte de la razón para la propuesta reforma radica en la política fiscal vigente desde el 2001 en virtud de la cual el gasto del Gobierno está vinculado no solo a los ingresos recibidos en un año particular sino que también a su ingreso “permanente” o cíclicamente ajustado o, en otras palabras, lo que recibiría si tanto el PIB como el precio del cobre se encontraran en su nivel de tendencia de mediano plazo.
El corolario de esa política es que cuando el gasto “permanente” aumenta -como resultado, por ejemplo, de la extensión el año pasado del permiso postnatal o el prometido mayor gasto en educación- así también debería ocurrir con las fuentes de ingreso “permanente”. Eso significa elevar la tasa a la que se aplican los actuales impuestos o bien introducir nuevos tributos.
Sin embargo, el actual debate sobre la reforma tributaria en Chile es un reflejo de un tema mucho más amplio y complejo: la distribución del ingreso. Si bien la pobreza ha disminuido fuertemente en los últimos 20 años, la distribución del ingreso ha cambiado poco.
La última Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Encuesta CASEN) del Gobierno, realizada en el 2009, concluyó que, aun después de que se consideran los beneficios estatales, el decil más pobre de la población recibía apenas un 1,5% del ingreso nacional comparado con el 39,2% del decil más rico. Más aún, ello representaba un leve deterioro frente a la encuesta previa del 2006.
Chile está lejos de ser el único en este problema, pero la impaciencia ante la falta de cambios en este frente parece ser uno de los factores detrás de las protestas sociales que, pese al sólido crecimiento económico y al virtualmente pleno empleo, han proliferado en el último tiempo. Y, cada protesta -ya sea la de los estudiantes el año pasado o bien este año en la Región de Aysén en el extremo sur del país y en Calama, ciudad minera del norte de Chile- implica nuevas demandas para el bolsillo del Fisco.
Y es una ilusión pensar que el crecimiento económico proporcionará de manera automática los mayores ingresos tributarios requeridos para satisfacer estas demandas, sostiene Eduardo Engel, profesor de economía de la Universidad de Yale y de la Universidad de Chile.
“La evidencia, de hecho, muestra que la demanda de gasto gubernamental no solo crece a medida que el país crece, sino que lo hace más rápidamente”, afirma.
Carga Tributaria
Uno de los indicadores más simples de cuán duramente le exige un país a sus contribuyentes es su carga tributaria o, en otras palabras, la cantidad recaudada en impuestos como porcentaje del PIB. La comparación con cifras preliminares del banco central sobre el PIB del año pasado sugiere que, en Chile, este indicador actualmente se ubica apenas por debajo del 18%, una cifra modesta según los estándares internacionales.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la carga tributaria promedio de sus estados miembro en el 2009 -el último año para el que hay cifras completas disponibles- era de un 33,8% y, en algunos países como Francia, Dinamarca y Suecia, muy superior al 40% (pero de un 24,1% en Estados Unidos).
No obstante, en la mayor parte de esos países, las contribuciones a la seguridad social representan una fracción importante de los ingresos tributarios: un promedio del 26,6% para los miembros de la OCDE en el 2009. Chile, sin embargo, privatizó sus sistemas de seguridad social -pensiones y, en menor medida, el seguro de salud- en la década de los 80 y, como resultado de ello, las contribuciones ahora van en su mayoría al sistema de pensiones AFP o, en el caso de los chilenos en mejores condiciones económicas, a las aseguradoras privadas de salud o ISAPRE, en lugar de a abultar los ingresos tributarios.
Si se incluyeran, la carga tributaria de Chile llegaría a cerca del 21% del PIB, según el Ministerio de Hacienda. Y -como ha destacado el ministro de dicha cartera, Felipe Larraín- ello es sin considerar otros servicios públicos privatizados tales como caminos y aeropuertos construidos por empresas privadas en virtud de contratos de concesión y que son pagadas por sus usuarios a través de los peajes y tasas de embarque, en lugar de con impuestos.
Más aún, la carga tributaria de Chile está muy cerca del promedio de América Latina, según un reciente estudio llevado a cabo por la OCDE, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de Naciones Unidas y el Centro Interamericano de Administraciones Tributarias (CIAT), cuya sede se encuentra en Panamá. El estudio concluyó que, en el 2009, la carga tributaria promedio a nivel regional era del 19,2%, lo que se compara con el 18,4% de Chile.
Con ello, Chile tenía una mayor carga que Colombia y México (ambos con un 17,4%) y Perú (15,9%), pero mucho menor que Brasil (32,6%) y Argentina (31,4%). No obstante, en estos dos últimos casos las contribuciones a la seguridad social correspondieron a cerca de un cuarto de los ingresos frente al apenas 8,3% de Chile.
De todos modos, existe un área en que Chile difiere de la mayor parte de los países latinoamericanos. Impulsados por el crecimiento económico, los ingresos tributarios han aumentado rápidamente -duplicándose en los últimos ocho años, según el SII- pero su carga tributaria ha mostrado pocos cambios pasando de un 17,7% en el año 1990 a un máximo del 24,0% en el 2007 antes de retroceder al 18,4% en el 2009.
En contraste, la mayor parte de los demás países latinoamericanos registró un incremento de tres a siete puntos porcentuales en sus cargas tributarias entre los años 1990 y 2009. En Argentina, de hecho, el aumento llegó a 15,3 puntos y en Colombia, a 8,4 puntos.
¿Quién Paga?
Una diferencia clave entre los países industrializados y los latinoamericanos es la forma en que recaudan impuestos. Según el estudio de la OCDE, la tributación total del consumo -incluido el IVA y, por ejemplo, los aranceles a las importaciones- correspondió al 51,5% de los ingresos tributarios promedio en América Latina en el 2009 frente al 32,5% de la OCDE, mientras que los impuestos al ingreso directo -incluidas empresas y personas- contribuyeron con el 27,6% frente al 33,5% de la OCDE.
No obstante, la brecha se ha estado cerrando, ayudada por el impacto de los altos precios de los bienes básicos en las ganancias de las empresas y las mejores prácticas de recaudación. El 27,6% del total de ingresos aportado por el impuesto a la renta en el 2009, en efecto, correspondió a un incremento respecto del 22% del 2000.
El IVA siguió siendo la mayor fuente individual de ingresos tributarios de Chile en el 2011, cuando correspondió al 45% del total recaudado, o a cerca de US$18.800 millones. Sin embargo, esta cifra representó una caída respecto del 49% del 2010 en una tendencia que el director del SII, Julio Pereira, describe como “una señal de mayor desarrollo económico”.
Los impuestos indirectos tienen el estigma de ser regresivos, afectando a los pobres proporcionalmente más que a los ricos y, por lo tanto, ayudando a perpetuar la inequidad en la distribución del ingreso. No obstante, a juicio de Eduardo Engel, esto es una falacia, porque ignora cómo se gasta el dinero.
“Piense en lo que ocurriría si el IVA a los alimentos se aboliera”, señala. “En ese caso, el IVA a los alimentos que pagan los ricos ya no estaría disponible para financiar el gasto público que beneficia a los pobres”.
El impuesto a los combustibles de Chile es otro ejemplo de la dificultad para determinar si un impuesto en particular es regresivo o progresivo. Aplicado, como el IVA, a la misma tasa ad valorem para ricos y pobres, es ostensiblemente regresivo, pero -según las cifras de recaudación- altamente progresivo -además de ser un tributo “verde”- dado que es pagado en su mayoría por el 40% más rico de la población.
El IVA se convirtió en una característica en la mayor parte de los regímenes tributarios de los países latinoamericanos recién en la década de los 80 -en momentos en que luchaban con grandes déficits fiscales- pero en Chile se introdujo a mediados de la década de los 70. Como un impuesto simple, tiene la ventaja de ser una manera eficiente de recaudar grandes cantidades de dinero.
Y el sistema de IVA de Chile es particularmente bueno, afirma José Pablo Arellano, ex director gubernamental de presupuesto y coautor de un estudio próximo a publicarse sobre el sistema tributario de la nación. Se aplica a una tasa única (19%) -sin las diferentes categorías que se observan en muchos otros países- y hay pocas de las excepciones que lo hacen difícil de manejar.
Impuestos y Crecimiento
Pero los impuestos directos también tienen su proprio estigma: que ahogan el crecimiento económico. Este es uno de los principales argumentos que se esgrimen en Chile en contra de la posibilidad de que el impuesto a la renta corporativa pueda elevarse de manera permanente al 20%, desde el 17% en que se encontraba antes de un alza temporal para financiar la reconstrucción después del terremoto del 2010.
Las empresas, por supuesto, están defendiendo legítimamente sus intereses, pero el argumento va más allá de eso. “Hay una creencia muy arraigada en la mayoría de los economistas de derecha de que cualquier incremento a los impuestos corporativos tendrá efectos desastrosos para la economía”, señala Engel.
Pero esa es otra falacia, sostiene. “Estudios en Chile han concluido que, dentro de límites razonables, las alzas de impuestos no afectan significativamente la inversión de las empresas”, destaca.
Esto se debe a que beneficios tributarios para que las inversiones sean más atractivas -tales como asignaciones de depreciación y el poder imputar los pagos de intereses de deuda como un costo- también aumentan con la tasa de impuesto corporativo. “En el caso de las grandes firmas en Chile, los efectos negativos de las mayores tasas se anulan con el incremento de los beneficios a partir de asignaciones tributarias”, destaca Engel.
Piense sobre el incremento al impuesto a la renta corporativa que se llevó a cabo a comienzos de la década de los 90, dice. No se presagió nada bueno, pero -en cambio- Chile pasó a disfrutar de un período de alto crecimiento sostenido.
Su visión es corroborada por Pedro Deutsch, consultor senior de Cariola Diez Pérez-Cotapos y Cía., firma de abogados con sede en Santiago. En su experiencia, cuando los inversionistas extranjeros piensan en Chile, los impuestos no son un tema, afirma.
Eso es en parte porque el impuesto a la renta corporativa que pagan sirve como crédito contra el impuesto que se les aplica cuando repatrían ganancias que, según destaca Deutsch, se limita a su actual nivel del 35% por los acuerdos para evitar la doble tributación que Chile ha suscrito con muchos otros países. Como resultado, un alza en el impuesto a la renta corporativa cambiaría el cronograma de sus pagos de impuestos, pero no la cantidad final.
El impuesto con el que Deutsch discrepa es la tasa máxima del 40% aplicada a la renta de las personas. Eso es mucho mayor de lo que parece, afirma, dado que Chile no ofrece las exenciones tributarias disponibles en la mayor parte de los países industrializados y en algunos países de América Latina relacionados, por ejemplo, con el gasto en la educación de los hijos o las hipotecas.
Pero quienes se oponen a esa sugerencia sostienen que sería altamente regresiva. Después de todo, solo una pequeña parte de los chilenos en mejor situación económica gastan en colegios privados (si bien muchos más pagan aranceles universitarios).
Sin embargo, hay consenso en que, a fin de cuentas, los impuestos son solo tan progresivos o regresivos como la forma en que se gastan. “Con los impuestos uno necesita asegurar que no existan las excepciones y regímenes especiales que socavan la equidad horizontal”, asevera José Pablo Arellano, “pero uno redistribuye principalmente a través de la manera en que se emplean los ingresos [tributarios]”.
En otras palabras, si bien los mayores ingresos podrían ayudar, Chile -en el actual debate sobre la reforma tributaria- podría estar poniendo la carreta delante de los bueyes. Cualquiera sea la decisión que tome, el resultado final dependerá no de cuál impuesto particular se eleve o rebaje, sino de cuán bien se gasten los ingresos recaudados.
Ruth Bradley trabaja como periodista freelance en Santiago y es ex editora de bUSiness CHILE.
In 2011, Chile’s Internal Revenue Service (SII) collected a record 21,522 billion pesos - some US$41.6 billion - from the country’s taxpayers. That represented a 16.0% increase on the previous year, reflecting mainly GDP growth - which reached 6.0% - and the high price of copper, the country’s main export.
Moreover, although the government increased spending by 7.2% in real terms last year, it still ran a fiscal surplus equivalent to 1.4% of GDP - or some US$3.5 billion - that it will save in its two offshore sovereign wealth funds or use to pay down its (low) borrowing. Yet, during April, it is expected to announce a tax reform that would raise some US$700 million a year in additional revenues.
Part of the reason for the proposed reform lies in the fiscal policy in force since 2001 under which government spending is tied not to the revenues received in a particular year but to its “permanent” or cyclically-adjusted income or, in other words, what it would receive if both GDP growth and the price of copper were at their medium-term trend level.
The corollary of that policy is that when “permanent” expenditure increases - as a result, for example, of last year’s extension of state-financed maternity leave or promised higher expenditure on education - so too should “permanent” sources of income. That means either increasing the rate at which existing taxes are levied or introducing new ones.
Current debate about tax reform in Chile is, however, a reflection of a far broader and more complex issue - income distribution. Although poverty has dropped sharply over the past 20 years, income distribution has changed little.
The government’s latest National Socioeconomic Characterization (CASEN) survey, carried out in 2009, found that, even after state benefits are taken into account, the poorest tenth of the population received just 1.5% of national income as compared to 39.2% for the richest tenth. That, moreover, represented a slight deterioration on the previous survey in 2006.
Chile is far from alone in this problem but impatience with lack of change on this front appears to be one of the factors behind the social protests that, despite strong economic growth and virtually full employment, have proliferated recently. And, each protest - whether the students last year or the Aysén Region of the far south and the Calama mining town in the north this year - implies new demands on the fiscal purse.
And it is an illusion to think that economic growth will automatically provide the higher tax revenues required to satisfy these demands, argues Eduardo Engel, an economics professor at Yale University and the University of Chile.
“The evidence, in fact, shows that demand for government spending not only grows as a country grows, but also does so more quickly,” he says.
Tax burden
One of the simplest indicators of how hard a country is hitting its taxpayers is its tax burden or, in other words, the amount raised in taxes as a percentage of GDP. Comparison with preliminary Central Bank figures for GDP last year suggests that, in Chile, this is currently running at just under 18%, a modest figure by international standards.
According to the Organisation for Economic Co-operation and Development (OECD), the average tax burden of its member states in 2009 - the latest year for which full figures are available - was 33.8% and, in some countries such as France, Denmark and Sweden, well over 40% (but 24.1% in the United States).
In most of those countries, however, social security contributions account for an important fraction of tax revenues - an average 26.6% for OECD members in 2009. Chile, however, privatized its social security systems - pensions and, to a lesser extent, health insurance - in the 1980s and, as a result, contributions now go mostly to the AFP pension system or, in the case of better-off Chileans, the ISAPRE private health insurers, rather than bulking tax revenues.
If they were included, Chile’s tax burden would reach around 21% of GDP, according to the Finance Ministry. And, as Finance Minister Felipe Larraín has pointed out, that is without taking into account other privatized public services such as the roads and airports built by private companies under concession contracts and paid for by their users through tolls or departure fees, rather than taxes.
Chile’s tax burden is, moreover, fairly close to the average for Latin America, according to a recent study by the OECD, the UN Economic Commission for Latin America and the Caribbean (ECLAC) and the Panama-based Inter-American Center of Tax Administrations (CIAT). It found that, in 2009, the average regional tax burden was running at 19.2% as compared to 18.4% in Chile.
That made Chile heavier on taxes than Colombia and Mexico (both with 17.4%) and Peru (15.9%) but much lighter than Brazil (32.6%) and Argentina (31.4%). In these two cases, however, social security contributions accounted for close to a quarter of revenues as compared to just 8.3% in Chile.
There is, however, one area in which Chile differs from most other Latin American countries. Driven by economic growth, tax revenues have increased rapidly - doubling over the past eight years, according to the Internal Revenue Service - but its tax burden has shown little change, rising from 17.7% in 1990 to a peak of 24.0% in 2007 before dropping back to 18.4% in 2009.
Most other Latin American countries, by contrast, saw an increase of between three and seven percentage points in their tax burdens between 1990 and 2009. In Argentina, in fact, the increase reached 15.3 points and, in Colombia, 8.4 points.
Who pays?
One key difference between industrialized and Latin American countries is the way in which they raise taxes. According to the OECD study, total taxation of consumption - including VAT and, for example, import duties - accounted for 51.5% of average tax revenues in Latin America in 2009 as compared to 32.5% in the OECD while direct income taxes - including companies and individuals - contributed 27.6% as compared to 33.5% in the OECD.
The gap has, however, been closing, helped by the impact of high commodity prices on company earnings and better collection practices. The 27.6% of total revenues contributed by income taxes in 2009, indeed, represented an increase from 22% in 2000.
VAT remained Chile’s single largest source of tax revenues in 2011 when it accounted for 45% of the total collected, or some US$18.8 billion. However, this represented a drop from 49% in 2010 in a trend described by the director of the Internal Revenue Service, Julio Pereira, as “a sign of greater economic development”.
Indirect taxes have the stigma of being regressive, hitting the poor proportionally more than the rich and, therefore, helping to lock in inequality in income distribution. However, according to Eduardo Engel, this is a fallacy because it ignores how the money is spent.
“Think what would happen if VAT on food were abolished,” he says. “In that case, the VAT on food paid by the rich would no longer be available to finance public expenditure that benefits the poor.”
Chile’s fuel tax is another example of the difficulty of determining whether a particular tax is regressive or progressive. Levied, like VAT, at the same ad valorem rate on rich and poor, it is ostensibly regressive but, according to collection data, highly progressive - as well as being a “green” tax - since it is paid largely by the richest 40% of the population.
VAT became a feature of most Latin American countries’ tax regimes only in the 1980s - as they struggled with large fiscal deficits - but was introduced in Chile in the mid-1970s. A simple tax, it has the advantage of being an efficient way of raising large sums of money.
And Chile’s VAT system is a particularly good one, says José Pablo Arellano, a former government budget director and co-author of an upcoming study on Chile’s tax system. It is levied at a single rate (19%) - without the different tiers seen in many other countries - and there are few of the exceptions that make it more difficult to manage.
Taxes and growth
But direct taxes also have their own stigma - that of stifling economic growth. This is one of the main arguments being aired in Chile against the prospect that corporate income tax may be raised permanently to 20%, up from 17% before a temporary increase to finance reconstruction after the February 2010 earthquake.
Businesses are, of course, legitimately defending their interests but the argument goes deeper than that. “There’s a deep-rooted belief in most right-wing economists that any increase in corporate taxes will have dire effects for the economy,” says Engel.
But that is another fallacy, he argues. “Studies in Chile have found that, within reasonable limits, tax increases don’t significantly affect companies’ investment,” he points out.
That is because tax benefits to make investment more attractive, such as depreciation allowances and being able to impute interest payments on debt as a cost, also grow with the corporate tax rate. “In the case of large firms in Chile, the negative effects of higher rates are cancelled out by the increase in benefits from tax allowances,” notes Engel.
Think, he says, about the increase in corporate income tax that took place in the early 1990s. Doom and gloom was forecast but, instead, Chile went on to enjoy a period of sustained high growth.
His view is borne out by Pedro Deutsch, senior counsel at Cariola Diez Pérez-Cotapos y Cía., a Santiago law firm. In his experience, when foreign investors look at Chile, taxes aren’t an issue, he says.
That is partly because the corporate income tax they pay serves as a credit against the tax levied when they repatriate earnings which, points out Deutsch, is capped at its present level of 35% by the double taxation avoidance agreements Chile has signed with many other countries. As a result, an increase in corporate income tax would change the timing of their tax payments but not the final amount.
The tax that Deutsch does take issue with is the top 40% rate on personal income. That’s even higher than it seems, he says, because Chile doesn’t offer the tax relief available in most industrialized and some Latin American countries related to, for example, spending on children’s education and mortgages.
But opponents of that suggestion argue that it would be highly regressive. After all, only a small fraction of better-off Chileans spend on private schooling (although many more pay university fees).
There is, however, consensus that, in the end, taxes are only as progressive or regressive as the way they are spent. “With taxes, you need to ensure there aren’t the exceptions and special regimes that undermine horizontal equity,” says José Pablo Arellano, “but you redistribute mainly through the way the revenues are used.”
In other words, although higher revenues might help, Chile may, in the current tax reform debate, be getting the cart before the horse. Whatever it decides to do, the end result will depend not on which particular tax is raised or lowered but on how well the proceeds are spent.
Ruth Bradley is a freelance journalist based in Santiago and a former editor of bUSiness CHILE.
En el 2011, el Servicio de Impuestos Internos de Chile (SII) recaudó un récord de 21,52 billones de pesos -cerca de US$41.600 millones- de manos de los contribuyentes del país. Ello correspondió a un incremento del 16,0% frente al año previo, lo que refleja principalmente el crecimiento del PIB -el que llegó al 6,0%- y los mayores precios del cobre, la principal exportación del país.
Más aún, si bien el Gobierno elevó el gasto en un 7,2% en términos reales el año pasado, de todos modos registró un superávit fiscal equivalente al 1,4% del PIB -o en torno a los US$3.500 millones- que ahorrará en sus dos fondos soberanos en el extranjero o utilizará para pagar su (baja) deuda. Sin embargo, se espera que durante abril anuncie una reforma tributaria que recaudaría alrededor de US$700 millones al año en ingresos adicionales.
Parte de la razón para la propuesta reforma radica en la política fiscal vigente desde el 2001 en virtud de la cual el gasto del Gobierno está vinculado no solo a los ingresos recibidos en un año particular sino que también a su ingreso “permanente” o cíclicamente ajustado o, en otras palabras, lo que recibiría si tanto el PIB como el precio del cobre se encontraran en su nivel de tendencia de mediano plazo.
El corolario de esa política es que cuando el gasto “permanente” aumenta -como resultado, por ejemplo, de la extensión el año pasado del permiso postnatal o el prometido mayor gasto en educación- así también debería ocurrir con las fuentes de ingreso “permanente”. Eso significa elevar la tasa a la que se aplican los actuales impuestos o bien introducir nuevos tributos.
Sin embargo, el actual debate sobre la reforma tributaria en Chile es un reflejo de un tema mucho más amplio y complejo: la distribución del ingreso. Si bien la pobreza ha disminuido fuertemente en los últimos 20 años, la distribución del ingreso ha cambiado poco.
La última Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Encuesta CASEN) del Gobierno, realizada en el 2009, concluyó que, aun después de que se consideran los beneficios estatales, el decil más pobre de la población recibía apenas un 1,5% del ingreso nacional comparado con el 39,2% del decil más rico. Más aún, ello representaba un leve deterioro frente a la encuesta previa del 2006.
Chile está lejos de ser el único en este problema, pero la impaciencia ante la falta de cambios en este frente parece ser uno de los factores detrás de las protestas sociales que, pese al sólido crecimiento económico y al virtualmente pleno empleo, han proliferado en el último tiempo. Y, cada protesta -ya sea la de los estudiantes el año pasado o bien este año en la Región de Aysén en el extremo sur del país y en Calama, ciudad minera del norte de Chile- implica nuevas demandas para el bolsillo del Fisco.
Y es una ilusión pensar que el crecimiento económico proporcionará de manera automática los mayores ingresos tributarios requeridos para satisfacer estas demandas, sostiene Eduardo Engel, profesor de economía de la Universidad de Yale y de la Universidad de Chile.
“La evidencia, de hecho, muestra que la demanda de gasto gubernamental no solo crece a medida que el país crece, sino que lo hace más rápidamente”, afirma.
Carga Tributaria
Uno de los indicadores más simples de cuán duramente le exige un país a sus contribuyentes es su carga tributaria o, en otras palabras, la cantidad recaudada en impuestos como porcentaje del PIB. La comparación con cifras preliminares del banco central sobre el PIB del año pasado sugiere que, en Chile, este indicador actualmente se ubica apenas por debajo del 18%, una cifra modesta según los estándares internacionales.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la carga tributaria promedio de sus estados miembro en el 2009 -el último año para el que hay cifras completas disponibles- era de un 33,8% y, en algunos países como Francia, Dinamarca y Suecia, muy superior al 40% (pero de un 24,1% en Estados Unidos).
No obstante, en la mayor parte de esos países, las contribuciones a la seguridad social representan una fracción importante de los ingresos tributarios: un promedio del 26,6% para los miembros de la OCDE en el 2009. Chile, sin embargo, privatizó sus sistemas de seguridad social -pensiones y, en menor medida, el seguro de salud- en la década de los 80 y, como resultado de ello, las contribuciones ahora van en su mayoría al sistema de pensiones AFP o, en el caso de los chilenos en mejores condiciones económicas, a las aseguradoras privadas de salud o ISAPRE, en lugar de a abultar los ingresos tributarios.
Si se incluyeran, la carga tributaria de Chile llegaría a cerca del 21% del PIB, según el Ministerio de Hacienda. Y -como ha destacado el ministro de dicha cartera, Felipe Larraín- ello es sin considerar otros servicios públicos privatizados tales como caminos y aeropuertos construidos por empresas privadas en virtud de contratos de concesión y que son pagadas por sus usuarios a través de los peajes y tasas de embarque, en lugar de con impuestos.
Más aún, la carga tributaria de Chile está muy cerca del promedio de América Latina, según un reciente estudio llevado a cabo por la OCDE, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de Naciones Unidas y el Centro Interamericano de Administraciones Tributarias (CIAT), cuya sede se encuentra en Panamá. El estudio concluyó que, en el 2009, la carga tributaria promedio a nivel regional era del 19,2%, lo que se compara con el 18,4% de Chile.
Con ello, Chile tenía una mayor carga que Colombia y México (ambos con un 17,4%) y Perú (15,9%), pero mucho menor que Brasil (32,6%) y Argentina (31,4%). No obstante, en estos dos últimos casos las contribuciones a la seguridad social correspondieron a cerca de un cuarto de los ingresos frente al apenas 8,3% de Chile.
De todos modos, existe un área en que Chile difiere de la mayor parte de los países latinoamericanos. Impulsados por el crecimiento económico, los ingresos tributarios han aumentado rápidamente -duplicándose en los últimos ocho años, según el SII- pero su carga tributaria ha mostrado pocos cambios pasando de un 17,7% en el año 1990 a un máximo del 24,0% en el 2007 antes de retroceder al 18,4% en el 2009.
En contraste, la mayor parte de los demás países latinoamericanos registró un incremento de tres a siete puntos porcentuales en sus cargas tributarias entre los años 1990 y 2009. En Argentina, de hecho, el aumento llegó a 15,3 puntos y en Colombia, a 8,4 puntos.
¿Quién Paga?
Una diferencia clave entre los países industrializados y los latinoamericanos es la forma en que recaudan impuestos. Según el estudio de la OCDE, la tributación total del consumo -incluido el IVA y, por ejemplo, los aranceles a las importaciones- correspondió al 51,5% de los ingresos tributarios promedio en América Latina en el 2009 frente al 32,5% de la OCDE, mientras que los impuestos al ingreso directo -incluidas empresas y personas- contribuyeron con el 27,6% frente al 33,5% de la OCDE.
No obstante, la brecha se ha estado cerrando, ayudada por el impacto de los altos precios de los bienes básicos en las ganancias de las empresas y las mejores prácticas de recaudación. El 27,6% del total de ingresos aportado por el impuesto a la renta en el 2009, en efecto, correspondió a un incremento respecto del 22% del 2000.
El IVA siguió siendo la mayor fuente individual de ingresos tributarios de Chile en el 2011, cuando correspondió al 45% del total recaudado, o a cerca de US$18.800 millones. Sin embargo, esta cifra representó una caída respecto del 49% del 2010 en una tendencia que el director del SII, Julio Pereira, describe como “una señal de mayor desarrollo económico”.
Los impuestos indirectos tienen el estigma de ser regresivos, afectando a los pobres proporcionalmente más que a los ricos y, por lo tanto, ayudando a perpetuar la inequidad en la distribución del ingreso. No obstante, a juicio de Eduardo Engel, esto es una falacia, porque ignora cómo se gasta el dinero.
“Piense en lo que ocurriría si el IVA a los alimentos se aboliera”, señala. “En ese caso, el IVA a los alimentos que pagan los ricos ya no estaría disponible para financiar el gasto público que beneficia a los pobres”.
El impuesto a los combustibles de Chile es otro ejemplo de la dificultad para determinar si un impuesto en particular es regresivo o progresivo. Aplicado, como el IVA, a la misma tasa ad valorem para ricos y pobres, es ostensiblemente regresivo, pero -según las cifras de recaudación- altamente progresivo -además de ser un tributo “verde”- dado que es pagado en su mayoría por el 40% más rico de la población.
El IVA se convirtió en una característica en la mayor parte de los regímenes tributarios de los países latinoamericanos recién en la década de los 80 -en momentos en que luchaban con grandes déficits fiscales- pero en Chile se introdujo a mediados de la década de los 70. Como un impuesto simple, tiene la ventaja de ser una manera eficiente de recaudar grandes cantidades de dinero.
Y el sistema de IVA de Chile es particularmente bueno, afirma José Pablo Arellano, ex director gubernamental de presupuesto y coautor de un estudio próximo a publicarse sobre el sistema tributario de la nación. Se aplica a una tasa única (19%) -sin las diferentes categorías que se observan en muchos otros países- y hay pocas de las excepciones que lo hacen difícil de manejar.
Impuestos y Crecimiento
Pero los impuestos directos también tienen su proprio estigma: que ahogan el crecimiento económico. Este es uno de los principales argumentos que se esgrimen en Chile en contra de la posibilidad de que el impuesto a la renta corporativa pueda elevarse de manera permanente al 20%, desde el 17% en que se encontraba antes de un alza temporal para financiar la reconstrucción después del terremoto del 2010.
Las empresas, por supuesto, están defendiendo legítimamente sus intereses, pero el argumento va más allá de eso. “Hay una creencia muy arraigada en la mayoría de los economistas de derecha de que cualquier incremento a los impuestos corporativos tendrá efectos desastrosos para la economía”, señala Engel.
Pero esa es otra falacia, sostiene. “Estudios en Chile han concluido que, dentro de límites razonables, las alzas de impuestos no afectan significativamente la inversión de las empresas”, destaca.
Esto se debe a que beneficios tributarios para que las inversiones sean más atractivas -tales como asignaciones de depreciación y el poder imputar los pagos de intereses de deuda como un costo- también aumentan con la tasa de impuesto corporativo. “En el caso de las grandes firmas en Chile, los efectos negativos de las mayores tasas se anulan con el incremento de los beneficios a partir de asignaciones tributarias”, destaca Engel.
Piense sobre el incremento al impuesto a la renta corporativa que se llevó a cabo a comienzos de la década de los 90, dice. No se presagió nada bueno, pero -en cambio- Chile pasó a disfrutar de un período de alto crecimiento sostenido.
Su visión es corroborada por Pedro Deutsch, consultor senior de Cariola Diez Pérez-Cotapos y Cía., firma de abogados con sede en Santiago. En su experiencia, cuando los inversionistas extranjeros piensan en Chile, los impuestos no son un tema, afirma.
Eso es en parte porque el impuesto a la renta corporativa que pagan sirve como crédito contra el impuesto que se les aplica cuando repatrían ganancias que, según destaca Deutsch, se limita a su actual nivel del 35% por los acuerdos para evitar la doble tributación que Chile ha suscrito con muchos otros países. Como resultado, un alza en el impuesto a la renta corporativa cambiaría el cronograma de sus pagos de impuestos, pero no la cantidad final.
El impuesto con el que Deutsch discrepa es la tasa máxima del 40% aplicada a la renta de las personas. Eso es mucho mayor de lo que parece, afirma, dado que Chile no ofrece las exenciones tributarias disponibles en la mayor parte de los países industrializados y en algunos países de América Latina relacionados, por ejemplo, con el gasto en la educación de los hijos o las hipotecas.
Pero quienes se oponen a esa sugerencia sostienen que sería altamente regresiva. Después de todo, solo una pequeña parte de los chilenos en mejor situación económica gastan en colegios privados (si bien muchos más pagan aranceles universitarios).
Sin embargo, hay consenso en que, a fin de cuentas, los impuestos son solo tan progresivos o regresivos como la forma en que se gastan. “Con los impuestos uno necesita asegurar que no existan las excepciones y regímenes especiales que socavan la equidad horizontal”, asevera José Pablo Arellano, “pero uno redistribuye principalmente a través de la manera en que se emplean los ingresos [tributarios]”.
En otras palabras, si bien los mayores ingresos podrían ayudar, Chile -en el actual debate sobre la reforma tributaria- podría estar poniendo la carreta delante de los bueyes. Cualquiera sea la decisión que tome, el resultado final dependerá no de cuál impuesto particular se eleve o rebaje, sino de cuán bien se gasten los ingresos recaudados.
Ruth Bradley trabaja como periodista freelance en Santiago y es ex editora de bUSiness CHILE.