“Mis padres no fueron a la universidad”, comenta Mónica Carvajal mientras marcha por Santiago con miles de estudiantes más. “Tengo suerte, porque yo sí. Pero no sé cómo voy a pagarla y creo que va a ser mucho más difícil para la próxima generación de estudiantes, para mis hijos”.
Las preocupaciones de Mónica son compartidas por muchos. A medida que los chilenos se vuelven más ricos, un mayor número de ellos puede asistir a la universidad o pagar para que sus hijos lo hagan; un lujo que no pudieron darse ellos mismos. Lo que alguna vez fue el dominio de la elite, es ahora una aspiración para la mayoría. Mientras en 1990 había 250.000 estudiantes en la educación superior chilena, ahora hay más de un millón. Siete de cada diez estudiantes en los centros de formación técnica y universidades de Chile son los primeros miembros de sus familias en extender su educación más allá de la secundaria.
Eso es tremendamente positivo para el país, pero también ejerce una enorme presión sobre las finanzas. “El progreso trae sus propios problemas”, señala José Joaquín Brunner, pedagogo y ex ministro de Educación. “Cada estudiante que deja la universidad ahora sabe que tendrá que competir por un trabajo con una gran masa de graduados, todos igualmente bien calificados”.
En una apuesta por lidiar con la rápida expansión de la demanda de educación superior, el Estado ha inyectado más dinero al sistema. Entre el 2006 y el 2010, el financiamiento estatal se incrementó en un 19% anual en términos reales, superando fácilmente el aumento del gasto estatal en educación como un todo. En el 2010, un 17,6% del gasto público en educación se destinó a la educación superior.
Sin embargo, aún parece ser insuficiente. Las universidades y centros de formación técnica afirman que les falta efectivo y los estudiantes como Mónica se hunden en deudas.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Chile gastó un 2,2% de su PIB en educación superior en el 2008, muy por sobre el promedio de la OCDE del 1,5%, pero asevera que se requiere más financiamiento estatal. Eso se debe a que Chile tiene uno de los sistemas de educación superior más privatizados del mundo y la contribución del Estado es relativamente pequeña.
De la cantidad gastada en educación superior en el 2008, apenas un 14,6% provino de fuentes públicas. En Estados Unidos, la cifra es del 37,4% y el promedio de la OCDE es del 68,9%. En Chile, en contraste con la mayoría de los países, la vasta mayoríadel financiamiento proviene de los estudiantes y sus padres a través de dinero ganado con esfuerzo y créditos que tienen que pagarse. En relación al patrimonio per cápita, Chile tiene unos de los aranceles más altos del mundo.
Los desafíos que enfrenta el sistema de educación superior de Chile no son solamente financieros. También se necesitan reformas estructurales. Estas incluyen simplificar el financiamiento, reformar el sistema de becas y créditos para que los estudiantes no dejen la universidad con enormes deudas, exigir una mayor rendición de cuentas a las universidades para asegurar que gastan el dinero de manera prudente y una mejor regulación para mejorar los estándares de enseñanza y asegurar que los alumnos se gradúen con habilidades profesionales que les ayudarán a encontrar empleo.
Sin la posibilidad de tales reformas, el denominado “Invierno Chileno” de protestas estudiantiles podría arrastrarse hasta bien entrado el verano.
Sistema Tripartito
Cerca de un tercio de los establecimientos de educación superior de Chile son universidades, pero los graduados de educación secundaria en Chile también pueden asistir a institutos técnicos o centros de formación técnica. Este año, por primera vez, la cantidad de alumnos que ingresan a este tipo de programas superó al número de estudiantes que comenzaron sus estudios en la universidad.
El mecanismo de financiamiento para estas entidades es endiabladamente complicado. Según la OCDE, “Chile ofrece una combinación única de enfoques y características de financiamiento que son difíciles de encontrar en cualquier otra parte del mundo”. Muchos observadores son menos corteses y describen al sistema como arcaico e injusto.
Los únicos establecimientos de educación superior elegibles para financiamiento directo del Estado son las 25 universidades que pertenecen al Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH). Estas incluyen a las entidades educacionales más prestigiosas del país: la Universidad de Chile y la Pontificia Universidad Católica de Chile. Dieciséis de las universidades del CRUCH son públicas y nueve son católicas y/o privadas.
Las otras universidades privadas de Chile -incluidas Adolfo Ibáñez, Andrés Bello, Alberto Hurtado y Diego Portales- no pueden acceder al financiamiento directo del Estado, pero pueden competir con las universidades del CRUCH por financiamiento indirecto para complementar sus aranceles.
Esta división es histórica. Data de 1981 cuando el gobierno militar llevó a cabo importantes reformas educacionales. Pero muchos -incluido Gregory Elacqua, director del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales en Santiago- afirman que el sistema es anacrónico.
“La separación de CRUCH y no CRUCH es ridícula”, sostiene Elacqua. “Las universidades privadas deberían poder competir con las universidades públicas por los fondos públicos”.
En particular, las universidades regionales -a las que a menudo asisten estudiantes de primera generación de familias pobres- no pueden competir por financiamiento público, indica.
“Deberíamos concentrarnos en qué institutos entregan la mejor calidad, ya sea que pertenezcan o no al CRUCH”, asevera Elacqua.
En su defensa, las universidades del CRUCH sostienen que necesitan el financiamiento directo, porque -a diferencia de los institutos profesionales y de muchas universidades privadas- realizan fuertes inversiones en investigación que benefician a otras universidades y, de hecho, al país entero. Sin tal financiamiento, sostienen, la investigación se agotaría y las universidades se convertirían en poco más que fábricas, sacando graduados al costo más bajo posible.
Una gran crítica del sistema de financiamiento de Chile es que el Estado destina dinero a las universidades sobre la base de criterios históricos más que de resultados. El año pasado, el 95% del financiamiento estatal directo se asignó de esta forma y sólo el 5% se entregó en base al desempeño. Eso significa que las universidades viejas y consolidadas, como la Universidad de Chile y
la Pontificia Universidad Católica que en conjunto reciben cerca del 33% del financiamiento total, en efecto simplemente reciben dinero por ser antiguas y consolidadas. Como resultado, Elacqua de la Universidad Diego Portales comenta que no tienen grandes incentivos para mejorar sus estándares.
Esta es algo que el Gobierno quiere modificar. “El sistema de financiamiento debería seguir la misma lógica histórica, pero con algunas perfecciones”, sostiene el subsecretario de Educación, Fernando Rojas. “Queremos que haya más fondos disponibles, pero como acuerdos basados en el desempeño con metas e indicadores claros”.
Eso significa asegurar que las instituciones cumplan estándares de calidad. El Ministerio de Educación planea crear la Superintendencia de Educación Superior a fines de este año, la que está diseñada para mejorar la regulación y hacer que el sistema de financiamiento sea más transparente.
¿Lucrar o No Lucrar?
Otra gran división en la educación superior tiene que ver con el lucro. Las universidades chilenas, ya sean públicas o privadas, tienen prohibido obtener una ganancia, pero los institutos y centros de formación técnica no. De nuevo, esta es una anomalía histórica que muchos sienten debería ser rectificada.
No obstante, en la realidad muchas universidades sí ganan dinero, para la indignación de los estudiantes, al aprovechar vacíos legales en la ley. Harald Beyer, economista y experto en educación del Centro de Estudios Públicos
(CEP) en Santiago, estima que más del 40% de los estudiantes universitarios chilenos se gradúan de universidades cuyas reivindicaciones de “sin fines de lucro” son dudosas.
Francisco Marmolejo, asesor mexicano del Banco Mundial y la OCDE, quien ayudó compilar un extenso estudio sobre la educación superior en Chile, concuerda con Beyer. “Es estúpido pretender que el lucro no existe en el sistema en estos momentos”, señala. Pero en lugar de tratar de llenar los vacíos, Marmolejo sostiene que Chile debería sincerarse y simplemente permitir que sus universidades ganen dinero.
El problema es que es improbable que los líderes del movimiento estudiantil acepten sobre la base ideológica. Pero la alternativa propuesta por los estudiantes -un sistema completamente sin fines de lucro– es igualmente problemático. A los institutos y centros de formación técnica de Chile se les permite obtener ganancias y, de hecho, el 87% de ellos son entidades con fines de lucro, entonces ¿por qué ahora debería decírseles que las normas cambiaron?
Por razones que datan de las reformas educacionales de la década de los 80, y pese a las objeciones de los estudiantes, Chile posiblemente continúe con un sistema mixto con y sin fines de lucro, al menos por ahora. La clave, por tanto, es hacerlo más eficiente.etamente sin fines de lucro– es igualmente problemático. A los institutos y centros de formación técnica de Chile se les permite obtener ganancias y, de hecho, el 87% de ellos son entidades con fines de lucro, entonces ¿por qué ahora debería decírseles que las normas cambiaron?
Hacer los Cambios
Una forma de hacerlo sería mejorar el sistema de acreditación. En la actualidad, los institutos chilenos de educación superior deben cumplir ciertos criterios de calidad establecidos por la Comisión Nacional de Acreditación. Pero muchos, en particular los institutos y centros de formación técnica donde los recursos son escasos y la educación a veces es pobre, fallan de manera regular.
Muchos centros de formación técnica ni siquiera postulan a la acreditación, afirmando que el proceso es demasiado costoso. En el 2009, solo el 54% de los graduados de centros de formación técnica estudiaron en instituciones acreditadas. El resto fue a institutos que en efecto están fuera del sistema y, por lo tanto, no están regulados.
Aparte de la acreditación, el gran desafío es elevar los estándares y mejorar el currículo. “Hablamos con los empleadores y les preguntamos si los graduados tenían las capacidades que ellos necesitaban”, recuerda Marmolejo. “La respuesta a menudo fue ‘no’”.
El gobierno corporativo es otra área donde hay espacio para mejoras y aquí Chile puede aprender de Estados Unidos.
En las universidades tradicionales de Estados Unidos, los miembros del directorio incluyen a empresarios y ganadores de premios Nobel además de académicos. Entidades como Harvard, Stanford y Yale son instituciones sin fines de lucro estructuradas como organizaciones de beneficencia, pero operadas como empresas. En contraste, las universidades chilenas son operadas por sus propios académicos, con una rendición de cuentas relativamente escasa.
“En efecto se autogobiernan y, como tal, están sujetas a todo tipo de controles estatales burocráticos”, dice Beyer. “Necesitamos avanzar hacia un modelo estadounidense, en el que las universidades efectivamente son controladas por agentes externos”.
Las donaciones y contribuciones de alumnos son otra fuente significativa de financiamiento para las universidades en Estados Unidos. El directorio de Harvard administra cerca de US$27.000 millones en donaciones. No hay una cultura tan filantrópica en Chile y será difícil crear una de la noche a la mañana, pero algunas universidades lo están intentando y Beyer afirma que el Gobierno debería alentarlas.
Becas y Créditos
Estos cambios estructurales, si se implementan, modificarían a las universidades y centros de formación técnica de Chile, pero no ayudarían de manera directa a los estudiantes, cuya principal preocupación es cómo graduarse sin acumular grandes deudas. En este punto, la reforma al sistema de becas y créditos es esencial.
En la actualidad, los aspirantes a las universidades pueden postular a una compleja gama de becas. Hay becas para los hijos de profesores, para las víctimas de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar, para los hijos y nietos de esas víctimas, para los mapuches y otras minorías étnicas de Chile, y para personas que viven en zonas extremas del país como Isla de Pascua y Aysén. Muchos estudiantes no tienen idea a qué becas pueden postular y la OCDE sostiene que la lista debería simplificarse.
El sistema de créditos estudiantiles también es complejo y mutilantemente costoso. Según la OCDE, el ciudadano británico promedio gasta un 2,9% de su salario pagando créditos estudiantiles una vez que se gradúa. En Estados Unidos, la cifra es cercana al 5%. Pero en Chile, es del 15% o más, cada mes por hasta 20 años. Muchos graduados simplemente no pueden afrontar esa carga de deuda.
El tipo de estudiantes que pueden postular depende de si estudian en un establecimiento del CRUCH o no. De nuevo, la división histórica es significativa y anacrónica. Los estudiantes de universidades del CRUCH pueden postular a créditos del Fondo Solidario de Crédito Universitario. Estos son emitidos por el Estado, tienen tasas de interés en torno al 2% y están supeditados a los ingresos, lo que significa que los graduados que enfrentan dificultades pueden pagarlos más lentamente.
Los estudiantes de establecimientos que no pertenecen al CRUCH, por otra parte, no tienen ese lujo. Sus créditos garantizados por el Estado, conocidos como CAE, son financiados por bancos, con una tasa de interés promedio del 5,5% y no están supeditados a los ingresos. Si los graduados pierden su trabajo o enfrentan una disminución de sus ingresos, de todos modos tienen que cumplir con sus obligaciones de pago. En una reciente concesión a los estudiantes, el Gobierno acordó rebajar las tasas de interés de estos créditos. Pero muchos observadores afirman que debería ir más lejos y fusionar los dos sistemas.
En definitiva, Chile quizás debería considerar avanzar hacia un sistema totalmente diferente y en este punto Australia podría servir como ejemplo. Su sistema de créditos es admirado en todo el mundo y ha sido imitado en Reino Unido, Nueva Zelanda y Hungría.
En Australia, el Estado presta dinero a los estudiantes para cubrir el costo de sus estudios y luego lo cobra como un impuesto una vez que están trabajando. La tasa que cada graduado paga depende de sus ingresos, pero por lo general corresponde a no más del 6% de su salario. Lo lindo del sistema es que el impuesto es recaudado en la fuente, lo que significa que no se puede evadir. En contraste con lo que ocurre en Chile, en Australia casi todos los créditos estudiantiles se pagan completamente.
El Sector Privado, ¿Llegó Para Quedarse?
Les guste o no a los estudiantes, el sector privado continuará desempeñando un rol significativo en la educación superior chilena. Está profundamente arraigado en el sistema y, en cualquier caso, la tendencia global apunta hacia una mayor, no menor, participación privada en la educación.
Dado esto, Chile podría mirar a Japón y Corea del Sur en busca de ideas sobre cómo mejorar los estándares. Como Chile, y a diferencia de la mayoría de los países de la OCDE, sus sistemas de educación superior dependen fuertemente del financiamiento privado.
Los estudiantes de Chile están recibiendo más ayuda financiera que nunca antes. El año pasado, por ejemplo, 216.000 estudiantes, o el 23% de todos los alumnos de pregrado, recibieron un crédito CAE. El Banco Mundial estima que, sin esa ayuda, más de la mitad de dichos estudiantes no habría podido estudiar. El próximo año, el Gobierno planea un enorme incremento en la cantidad de becas, en particular para alumnos de familias pobres.
Pero la demanda sigue creciendo. El Banco Mundial estima que para el 2016, 460.000 estudiantes en Chile tendrán créditos CAE, más del doble de la cantidad actual.
Si Chile ha de satisfacer esa explosiva demanda, debe implementar una reforma radical, mirar al exterior en busca de inspiración y hacer un quiebre con el pasado.
Gideon Long trabaja como periodista freelance en Santiago.
“My parents didn’t go to university,” Monica Carvajal says as she marches through Santiago with thousands of other students. “I’m lucky, because I do. But I don’t know how I’m going to pay for it and I think it’ll be even harder for the next generation of students, for my children.”
Monica’s concerns are shared by many. As Chileans become richer, more of them can go to university or pay for their children to go – a luxury they could not afford themselves. What was once the preserve of the elite, is now an aspiration for the majority. Whereas in 1990 there were 250,000 students in Chilean higher education, there are now over a million. Seven out of 10 students at Chile’s colleges and universities are the first members of their families ever to extend their education beyond high school.
That is tremendously positive for the country but also puts an enormous strain on finances. “Progress brings its own problems,” says José Joaquín Brunner, an educationalist and former government minister. “Every student who leaves university now knows they will have to compete for jobs with a great mass of graduates, all equally well qualified.”
In a bid to cope with the rapid expansion in demand for higher education, the state has ploughed more money into the system. Between 2006 and 2010, state funding rose by 19% a year in real terms, easily outstripping the increase in state spending on education as a whole. In 2010, 17.6% of public spending on education went to higher education.
And yet still it seems to be insufficient. Universities and colleges say they are cash-strapped, and students like Monica are sinking into debt.
According to the OECD, Chile spent 2.2% of its GDP on higher education in 2008, well above the OECD average of 1.5%, but it says more state funding is needed. That’s because Chile has one of the most privatized tertiary education systems in the world, and the state’s contribution is relatively small.
Of the amount spent on higher education in 2008, just 14.6% came from public sources. In the United States the figure is 37.4% and the OECD average is 68.9%. In Chile, in contrast to most countries, the vast majority of funding comes from students and parents in the form of hard-earned cash and loans that have to be repaid. Relative to per capita wealth, Chile has some of the highest tuition fees in the world.
The challenges facing Chile’s higher education system are not solely financial. Structural reforms are needed too. These include simplifying funding, reforming the system of scholarships and loans to ensure students do not leave university with huge debts, demanding more accountability from universities to ensure they spend money wisely, and better regulation to improve teaching standards and ensure students graduate with vocational skills that will help them find jobs.
Without the prospect of such reforms, the so-called “Chilean Winter” of student protests could drag on well into the summer.
Three-tier system
About one third of Chile’s higher education establishments are universities, but high-school graduates in Chile can also go to technical institutes or colleges. This year, for the first time, the number of students entering these types of programs surpassed the number starting university.
The funding mechanism for these places is fiendishly complicated. According to the OECD, “Chile offers a unique combination of financing characteristics and approaches which are hard to find anywhere else in the world.” Many observers are less polite, describing the system as archaic and unfair.
The only higher education institutes eligible for direct state funding are the 25 universities that belong to the Chilean Council of Rectors (the CRUCH in Spanish). They include the country’s most prestigious centers of learning, the University of Chile and the Pontifical Catholic University. Sixteen of the CRUCH universities are public while nine are Catholic and/or private.
Chile’s other private universities, including Adolfo Ibañez, Andrés Bello, Alberto Hurtado and Diego Portales, are ineligible for direct state funding but can compete with the CRUCH universities for indirect funding to supplement their tuition fees.
This division is historical. It dates from 1981 when the military government enacted major education reforms. But many, including Gregory Elacqua, director of the Public Policy Institute at Diego Portales University in Santiago, say this system is outdated.
“The separation of CRUCH and non-CRUCH is ridiculous,” says Elacqua. “Private universities should be able to compete with public universities for public funds.”
In particular, regional universities which are often attended by first generation students from poor families, are not able to compete for public funding, he says.
“We should be focusing on which institutes produce the best quality, not whether they belong to the CRUCH or not,” says Elacqua.
In their defense, the CRUCH universities say they need direct funding because, unlike vocational institutes and many private universities, they invest heavily in research that benefits other universities and, indeed, the entire country. Without such funding, they say, research will dry up and
universities will become little more than factories, churning out graduates at the lowest possible cost.
One big criticism of Chile’s funding system is that the state allocates money to universities on the basis of historical criteria rather than results. Last year, 95% of direct state funding was allocated this way and only 5% was performance-based. That means that old, established universities, like the University of Chile and the Pontifical Catholic University which together receive around 33% of total funding, effectively get money simply for being old and established. As a result, Elacqua at Diego Portales says they have no great incentive to improve their standards.
This is one thing the government wants to alter. “The funding system should follow the same historical logic but with some perfections,” says the Undersecretary for Education, Fernando Rojas. “We want to make more funds available, but in the form of performance-based agreements with clear indicators and targets.”
That means ensuring that institutions meet quality standards. The Education Ministry plans to create the Superintendence for Higher Education later this year, which is designed to improve regulation and make the funding system more transparent.
To profit or not to profit?
Another big division in higher education concerns profit. Chilean universities, whether private or public, are prohibited from making a profit but institutes and technical colleges are not. Again, this is a historical anomaly which many feel should be rectified.
But in reality many universities do make money, to the indignation of students, by exploiting loopholes in the law. Harald Beyer, an economist and education expert at the Center for Public Studies (CEP) in Santiago, estimates that over 40% of Chilean university students graduate from universities whose “not-for-profit” claims are dubious.
Francisco Marmolejo, a Mexican advisor to the World Bank and OECD who helped compile a comprehensive study of Chilean tertiary education, agrees. “It’s stupid to pretend that profit doesn’t exist in the system at the moment,” he says. But rather than trying to close the loopholes, Marmolejo says that Chile should come clean and simply allow its universities to make money.
The problem is that the leaders of the student movement are unlikely to agree on ideological grounds. But the students’ alternative – an entirely not-for-profit system – is equally problematic. Chile’s institutes and colleges are allowed to make a profit and, indeed, 87% of them are for-profit entities, so why should they now be told that the rules have changed?
For reasons dating from the educational reforms of the 1980s, and despite the students’ objections, Chile is likely to continue with a mixed profit and not-for-profit system, at least for now. The key, therefore, is to make it more efficient.
Ringing the changes
One way of doing that would be to improve the accreditation system. At present, Chilean higher education institutes must meet certain quality criteria set by the National Accreditation Commission. But many, particularly institutes and colleges where resources are scarce and teaching is sometimes poor, regularly fail.
Many colleges do not even apply for accreditation, saying the process is too expensive. In 2009, only 54% of college graduates studied at accredited institutions. The rest went to institutes that are effectively outside the system and therefore unregulated.
Aside from accreditation, the big challenge is to raise standards and improve the curriculum. “We spoke to employers and asked them if graduates had the skills they needed,” Marmolejo recalls. “The answer was often ‘no’.”
Corporate governance is another area where there is room for improvement, and here Chile can learn from the United States.
At traditional US universities, board members include businesspeople and Nobel Prize winners as well as academics. Places like Harvard, Stanford and Yale are non-profit institutions structured like charities, but run like businesses. In contrast, Chilean universities are run by their own academics, with relatively little accountability.
“They are effectively self-governed and, as such, they are subject to all sorts of bureaucratic state controls,” Beyer says. “We need to move towards an American model, in which universities are effectively controlled by outsiders.”
Endowments and alumni donations are another significant source of funding for US universities. Harvard’s board manages around US$27 billion in endowments. There is no such philanthropic culture in Chile, and it will be hard to create one overnight, but some universities are trying and Beyer says the government should encourage them.
Scholarships and loans
These structural changes, if implemented, would alter Chile’s universities and colleges but would not directly help students whose main concern is how to graduate without accumulating large debts. Here, reform to the system of scholarships and loans is essential.
At present, aspiring university students can apply for a bewildering array of grants. There are scholarships for the sons and daughters of teachers, for the victims of human rights abuses under the military dictatorship, for the children and grandchildren of those victims, for the Mapuche and Chile’s other ethnic minorities, and for people who live in remote parts of the country like Easter Island and Aysén. Many students have no idea which scholarships they are eligible for and the OECD says the list should be simplified.
The student loan system is also complex and cripplingly expensive. According to the OECD, the average British citizen spends 2.9% of their salary paying off student loans once they graduate. In the United States, the figure is around 5%. But in Chile, it is 15% or more, every month for up to 20 years. Many graduates simply cannot afford that burden of debt.
The type of loan students are eligible for depends on whether they study at a CRUCH or non-CRUCH establishment. Again, the historical division is significant and anachronistic. Students at CRUCH universities can apply for Solidarity Fund loans. These are issued by the state, come with interest rates of around 2% and are income-contingent, meaning that graduates who fall on hard times can repay them more slowly.
Students at non-CRUCH establishments, on the other hand, have no such luxury. Their state-backed loans, known as CAEs, are financed by banks, come with an average interest rate of 5.5% and are not income-contingent. If graduates lose their jobs or suffer a drop in earnings, they still have to meet their repayment obligations. In a recent concession to the students, the government agreed to lower the interest rates on these loans. But many observers say it should go further and merge the two systems.
Ultimately, Chile should perhaps consider moving to a different system altogether, and here Australia might serve as an example. Its loan system is admired worldwide and has been copied in the UK, New Zealand and Hungary.
In Australia, the state lends money to students to cover the cost of their studies and then claims it back as a tax once they are working. The rate at which each graduate repays depends on their earnings, but it usually amounts to no more than 6% of their salary. The beauty of the system is that the tax is collected at source, which means it cannot be evaded. In contrast to Chile, almost all student loans in Australia are repaid in full.
The private sector, here to stay?
Whether students like it or not, the private sector will continue to play a significant role in Chilean higher education. It is deeply entrenched in the system and, in any case, the global trend is towards more private involvement in education, not less.
Given that, Chile could look to Japan and South Korea for ideas of how to improve standards. Like Chile, and unlike most OECD countries, their higher education systems are heavily reliant on private funding.
Chile’s students are receiving more financial help than ever before. Last year, for example, 216,000 students, or 23% of all undergraduates, received a CAE loan. The World Bank estimates that, without that help, over half of those students would not have been able to study. Next year, the government plans a huge increase in the number of scholarships, particularly for students from poor families.
But demand keeps growing. The World Bank estimates that by 2016, 460,000 students in Chile will have CAE loans, more than double the current number.
If Chile is to meet that explosive demand, it must implement radical reform, look abroad for inspiration and make a break from the past.
Gideon Long is a freelance journalist based in Santiago.