Entendiendo el Conflicto MapucheUnderstanding the Mapuche Conflict

01 Noviembre 2008


Cuatro siglos y medio después de que el conquistador español Pedro de Valdivia fuera muerto de manera macabra a manos de guerreros mapuches en las tierras fronterizas del sur de Chile, las relaciones entre los poderes políticos en Santiago y la mayor minoría indígena del país siguen tensas.


La totalidad de las comunidades mapuches del sur de Chile están enfrascadas en disputas con empresas forestales y agricultores sobre la propiedad de las tierras y, cada vez más, las disputas cubren también el acceso al agua.


La pobreza sigue muy enraizada en el corazón rural mapuche y los jóvenes abandonan el área en busca de trabajo. Los niveles de alfabetismo figuran entre los más bajos del país y los niños mapuches pasan menos tiempo en el colegio que sus pares en otras zonas de Chile.


Algunos mapuches han recurrido a la violencia en una apuesta por hacer salir a las grandes empresas forestales de lo que consideran como las tierras de sus ancestros. El verano pasado fue particularmente álgido: grupos armados incendiaron propiedades privadas y destruyeron maquinaria agrícola y carabineros mató de un disparo al joven activista mapuche Matías Catrileo, dando a los radicales otro mártir para su causa.


En Santiago, el Gobierno de la presidenta Michelle Bachelet ha tomado medidas positivas para resolver lo que se conoce como “el conflicto mapuche“. Sólo el mes pasado, y tras 17 asombrosos años de debate parlamentario, el Estado ratificó la Convención 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), una demanda clave de los mapuches.


Chile figura entre los últimos países latinoamericanos en suscribir la convención, que -en teoría al menos- abre la puerta a cierto grado de autonomía para sus pueblos indígenas.


El Gobierno de Bachelet también ha seguido adelante con el proceso de transferencia de terrenos a las comunidades mapuches a través de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). Y ha incrementado la cantidad de subsidios disponibles para estudiantes mapuches en una apuesta por cerrar la brecha educacional con el resto del país.


Sin embargo, pese a las buenas intenciones del Gobierno y las constructivas iniciativas, el conflicto continúa. El comisionado presidencial para asuntos indígenas, Rodrigo Egaña, reconoce que -aún con la mejor voluntad del mundo- Chile enfrenta una gran dificultad si ha de resolver las disputas en el sur.


Retraso en el Desarrollo


Por más de tres siglos, el pueblo indígena del sur de Chile se resistió férreamente al régimen colonial. El río Bío Bío, que corre hacia el Pacífico cerca de Concepción, era conocido como “la frontera” entre el territorio español y el mapuche, y los españoles rara vez se atrevieron a cruzarlo.


Pero los mapuches fueron finalmente contenidos a fines del siglo XIX cuando fueron limitados a “reducciones” o pequeñas comunidades. Vastas áreas de su territorio cayeron en manos privadas, lo que sembró las semillas del actual descontento.


Según el último censo, más de 600.000 chilenos, o un 4% de la población, se describe como mapuche, lo que los convierte con mucha ventaja en la mayor población indígena del país. La mayoría vive en Santiago y en las regiones del Bío Bío y La Araucanía, pero también hay algunos focos en las regiones de Los Lagos y Los Ríos, más al sur del país.


En términos políticos, sólo un puñado de idealistas mapuches quiere o bien cree que podría conseguir la total independencia de Chile, pero cada vez son más los mapuches que presionan por una mayor autonomía al interior de Estado. Citan a España -donde los vascos, gallegos y catalanes disfrutan de sus propios parlamentos y de un alto grado de autodeterminación- como un ejemplo a seguir.


En términos económicos, los mapuches están en el último peldaño de la escala chilena. La Araucanía está entre las regiones más pobres del país, con una tasa de pobreza de más del 20%, lo que se compara con el promedio nacional de un 13%. La brecha se ha ajustado levemente durante la última década, pero no por mucho.


Según el centro de estudios Libertad y Desarrollo, la economía en La Araucanía creció en un promedio del 4,8% entre los años 1985 y 2007, cifra inferior al porcentaje nacional del 5,6%. La inversión extranjera directa prácticamente no existe, en parte porque a las empresas les preocupan los atentados mapuches en contra de sus propiedades y activos.


“La pobreza aún es una preocupación realmente grande en esta región”, sostiene Galvarino Raiman, líder de las comunidades Nagche Mapuche, quien vive en el área situada en los alrededores de Angol, Los Sauces, Purén, Lumaco y Traiguén en La Araucanía.


“En algunas de nuestras comunidades todos los jóvenes se han ido en busca de trabajo. La única gente que queda son las parejas viejas, sin niños”, afirma, “y en algunos de los pueblos no se ha celebrado un matrimonio en años”.


La escolaridad es otra preocupación. Según la encuesta gubernamental CASEN del 2006, un niño indígena promedio en Chile pasa 8,7 años en el colegio, lo que contrasta con el promedio nacional de 10,3 años. La tasa de alfabetismo entre los indígenas de Chile es de un 92%, mientras que en el país en total es de un 96%.


En el área se genera mucha riqueza, pero los residentes locales dicen que no ven mucho de ella, y se quejan de que se exporta hacia el norte o se envía al extranjero como celulosa de madera, madera y electricidad.


“No tengo duda de que las empresas forestales han contribuido al enriquecimiento del país y, ciertamente, al enriquecimiento de unas pocas personas”, señala Blaise Pantel del Observatorio de Derechos de los Pueblos Indígenas, ONG con sede en La Araucanía. “Pero ese enriquecimiento se basa en el esfuerzo de otros; la riqueza creada aquí no beneficia a quienes viven en la región”.


Comprado en Buena Fe


Las grandes empresas forestales como Arauco y Mininco, filial de CMPC, son los principales objetivos de las críticas mapuches. Desde la década de los 70, han comprado miles de hectáreas de tierra y las han convertido en plantaciones de eucaliptos y pinos.


Según el Instituto Forestal (INFOR) del Gobierno, ahora hay 847.000 hectáreas de plantaciones en la región del Bío Bío y otras 426.000 en La Araucanía. En total, el área equivale a casi 150 veces el tamaño de Manhattan.


Las empresas forestales destacan, con bastante razón, que compraron la tierra legalmente y de buena fe. También señalan que generaron empleos en el área y que han hecho lo imposible por satisfacer las preocupaciones sociales y ambientales de las comunidades mapuches del área.


Mininco, por ejemplo, firma que posee 535.000 hectáreas de plantaciones en terrenos que limitan con cerca de 200 comunidades mapuches, señala que desde 1999 tiene en práctica un programa de “buena vecindad”. “Hemos realizado muchísimas iniciativas destinadas a colaborar con el desarrollo de las comunidades vecinas y a evitar que ellas sean afectadas por el trabajo de la empresa”, sostiene Juan Escobar, gerente de asuntos públicos y patrimonio forestal de Mininco.


“Se han establecido nuevos puestos de trabajo, se ha invertido en proyectos para mejorar la educación, se han implementado programas dirigidos a elevar las condiciones de vida de las personas”, afirma. “En el caso de la vecindad con comunidades mapuches, extendiendo a ellos también nuestros programas sociales y productivos respetando las tradiciones y costumbres de su cultura”.


El comisionado presidencial Egaña señala que la forma de pensar de las empresas en La Araucanía ha cambiado para mejor en los últimos años. “Se dieron cuenta de que sólo pueden revitalizar la economía de su región si toman en cuenta que un tercio de la población en el área circundante es indígena”, afirma.


Pero lo cierto es que las empresas forestales siguen en poder de tierras que los mapuches consideran como propias y, en consecuencia, las disputas proliferan.


La entidad estatal encargada de resolver estas disputas es la CONADI, formada a comienzos de la década de los 90 cuando Chile aprobó su Ley Indígena, la primera legislación en reconocer los derechos de las minorías étnicas del país.


La CONADI está facultada para comprar tierras disputadas y devolverlas a las comunidades indígenas y, con los años, ha transferido miles de hectáreas. Pero el proceso es complicado y burocrático, y su transparencia se ha puesto en duda.


Más de 100 comunidades aún están a la espera de recibir tierras aún cuando sus solicitudes fueron aceptadas por la CONADI. Unas 300 más están pidiendo a la CONADI transferencias similares y se ha estimado que a las tasas actuales, podría demorarse de 30 a 40 años en resolver estos casos.


Incluso en los casos en que se transfirieron tierras, los problemas continúan. A menudo, los nuevos terratenientes mapuches no tienen dinero para invertir en la tierra y esta permanece sin trabajarse. O se ven obligados a arrendar el terreno para sobrevivir, a veces de vuelta a los mismos agricultores que -en un principio- eran dueños del terreno.


También abundan historias de terror de empresas forestales que explotan la tierra hasta secarla antes de transferirla a las comunidades indígenas, que se quejan de que les dejan algo más que un desierto, carente de nutrientes y lleno de troncos cortados de pinos y eucaliptos. “Las empresas forestales usan la tierra de manera increíblemente intensa y, después de dos o tres cosechas, se puede ver cuán agotada está”, señala Pantel.


Asimismo los mapuches se han opuesto resueltamente a los proyectos hidroeléctricos en el área. La central Ralco, construida por Endesa en tierra que los mapuches pehuenches reclaman en el Bío Bío, es el ejemplo más conocido, pero hay muchos otros.


Nuevas Propuestas Políticas


Frustrados por lo que consideran la explotación de las empresas privadas y la indiferencia del Estado chileno, una pequeña minoría de activistas mapuches han recurrido a la violencia. Han destruido propiedades de las empresas, incendiado fundos, amenazado a terratenientes y robado ganado. Camiones que trasladan productos al norte por la carretera Panamericana hacia Santiago han sido emboscados y les han prendido fuego.


Juan Escobar de Mininco señala que en los últimos dos años la empresa ha visto “un aumento sustancial” de los actos de sabotaje y robo. Desde mediados del 2007, el equivalente a 135 hectáreas de madera han sido robadas desde su propiedad y la compañía no ha podido trabajar las propiedades cercanas a la localidad de Tirúa debido a la oposición mapuche.


“Esto equivale a pérdidas de más de un millón y medio de dólares”, afirma Escobar.


De hecho, ha surgido toda una industria ilegal en torno al robo de madera. No sólo se trata del robo de la madera, camioneros locales la transportan y se procesa en aserraderos locales. “Es una industria semiprofesional, que no tiene absolutamente nada que ver con derechos ancestrales”, asevera Egaña.


El anterior Gobierno del presidente Ricardo Lagos respondió al robo, quema y asalto con la ley antiterrorista, para alarma de los activistas de derechos humanos que dicen que con frecuencia era injustificada.


“La quema de hogares, cultivos y vehículos forestales, el uso de escopetas en contra de carabineros, estos son crímenes que, por supuesto, el Estado tiene el deber de perseguir”, indica Sebastian Brett de la ONG Human Rights Watch en Chile. “Pero el Estado debe distinguir entre actos como estos y aquellos que están protegidos en virtud de las normas internacionales de derechos humanos, como el derecho de asociación y reunión”.


Brett señala que el Gobierno de Bachelet tiene un mejor registro que la administración de Lagos en esta materia. Pero, aún así, sostiene que la respuesta del Estado a las protestas mapuches a menudo ha sido muy dura.


“Las protestas callejeras de los mapuches a veces son dispersadas violentamente por Carabineros y Carabineros siguen allanando a las comunidades mapuches sin una orden judicial”, señala.


Este año, el Gobierno lanzó lo que describe como un nuevo y gran “pacto social” para mejorar la relación del Estado chileno con sus pueblos indígenas. Bajo el nombre de Re-conocer, es un documento político de amplio espectro que comprende de todo, desde salud y educación hasta la construcción de caminos rurales en áreas con grandes comunidades indígenas.


Egaña afirma que a través de Re-conocer, el Gobierno quiere ampliar el debate sobre el tema mapuche para incluir a una serie de ministerios así como también a las empresas forestales, compañías hidroeléctricas y, por cierto, representantes de las comunidades locales.


En el documento, el Gobierno se compromete a crear una subsecretaría de asuntos indígenas, establecer unidades de asuntos indígenas en cada ministerio gubernamental y reformar a la CONADI. También defiende una mayor participación indígena en la política local, regional y nacional.


Aún queda por ver si tales propuestas harán mucho por mejorar la vida de la familia promedio mapuche en su parcela de tierra en La Araucanía. De hecho, algunos indígenas chilenos ya han desestimado a Re-conocer como una farsa.


Según Egaña, Chile necesitará un importante cambio cultural y mental en los próximos años si ha de abordar verdaderamente los problemas en sus atribuladas regiones del sur. Ese proceso ya está en marcha, añade.


“Pero no hay soluciones sencillas”, admite. “Estamos lidiando con una deuda histórica con nuestros pueblos indígenas (…) y cuando asumes una deuda histórica, no puedes pagarla simplemente de la noche a la mañana”.


Gideon Long se desempeña como periodista freelance en Santiago. Además trabaja para la BBC.



As Chile’s southern regions brace for yet another tense summer in the so-called Mapuche conflict, bUSiness CHILE looks at the past roots and present consequences of a problem for which there isn’t a quick fix.

Four and a half centuries after Spanish conquistador Pedro de Valdivia met his gruesome death at the hands of Mapuche warriors in the frontier lands of southern Chile, relations between the political powers in Santiago and the country’s largest indigenous minority remain fraught.

Scores of Mapuche communities in southern Chile are locked in disputes with forestry companies and farmers over land ownership and, increasingly, the disputes are encompassing access to water as well.

Poverty remains deeply rooted in the rural Mapuche heartland, and young people are drifting away from the area in search of work. Literacy levels are among the lowest in the country and Mapuche children spend less time in school than their counterparts elsewhere in Chile.

Some Mapuches have resorted to violence in a bid to drive the big forestry firms off what they regard as their ancestral lands. Last summer was particularly heated: armed groups torched private property and destroyed farm machinery, and the police shot dead a young Mapuche activist, Matías Catrileo, providing the radicals with another martyr for their cause.

In Santiago, the government of President Michelle Bachelet has taken positive steps to resolve what has become known as ‘the Mapuche conflict’. Only last month, and after an astonishing 17 years of parliamentary debate, the state ratified Convention 169 of the International Labour Organisation (ILO), a key Mapuche demand.

Chile is among the last countries in Latin America to agree to the convention which - in theory at least - opens the door to some degree of autonomy for its indigenous peoples.

The Bachelet government has also pushed ahead with the process of land transfers to Mapuche communities through the National Corporation for Indigenous Development (CONADI). And it has increased the number of grants available to Mapuche students in a bid to close the educational gap with the rest of the country.

But despite the government’s good intentions and constructive initiatives, the conflict rumbles on. Presidential Commissioner for Indigenous Affairs Rodrigo Egaña acknowledges that, even with the best will in the world, Chile faces a long slog if it is to resolve the disputes in the south.

Backward in development

For over three centuries, the indigenous people of the Chilean south fiercely resisted colonial rule. The river Bío Bío, which flows into the Pacific near Concepción, was known as ‘the frontier’ between Spanish and Mapuche territory, and the Spaniards seldom dared cross it.

But the Mapuches were finally suppressed in the late 19th century when they were rounded up into ‘reductions’ or small communities. Vast tracts of their land fell into private hands, sowing the seeds of today’s discontent.

According to the last census, more than 600,000 Chileans, or 4% of the population, describe themselves as Mapuche, making them by far the largest indigenous population in the country. The majority live in Santiago and the Bío Bío and Araucanía Regions, but there are also pockets in the Los Lagos and Los Ríos Regions further south.

Politically, only a handful of Mapuche idealists either want or believe they could achieve full independence from Chile but, increasingly, the Mapuches are pushing for greater autonomy within the state. They cite Spain, where the Basques, Galicians and Catalans enjoy their own parliaments and a high degree of self-determination, as an example to follow.

Economically, the Mapuches are on the bottom rung of the Chilean ladder. Araucanía is among the poorest regions in the country, with a poverty rate of over 20% compared to a national average of 13%. The gap has narrowed slightly over the past decade, but not by much.

According to think-tank Libertad y Desarrollo, the economy in Araucanía grew by an average 4.8% between 1985 and 2007, below the national average of 5.6%. Foreign direct investment has virtually dried up, in part because companies are worried about Mapuche attacks on their property and assets.

“Poverty is still a really big concern in this region,” says Galvarino Raiman, a leader of the Nagche Mapuche communities who live in the area around Angol, Los Sauces, Purén, Lumaco and Traiguén in Araucanía.

“In some of our communities all the young people have left in search of work. The only people left are the older couples, with no kids,” he says, “and in some of the towns they haven’t celebrated a marriage in years.”

Schooling is another worry. According to the government’s CASEN survey of 2006, the average indigenous child in Chile spends 8.7 years in school compared to a national average of 10.3 years. The literacy rate among Chile’s indigenous people is 92% whereas in the country as a whole it is 96%.

Plenty of wealth is generated in the area, but the locals say they don’t see much of it, complaining that it is exported to the north or sent abroad in the form of wood pulp, timber and electricity.

“I have no doubt that the forestry companies have contributed to the enrichment of the country and certainly to the enrichment of a few people,” says Blaise Pantel at the Araucanía-based Observatory for the Rights of Indigenous Peoples, an NGO. “But it is enrichment based on the backs of others; the wealth created here doesn’t benefit those who live in the region.”

Bought in good faith

The big forestry companies like Arauco and Mininco, a subsidiary of CMPC, are the principal targets of Mapuche grievances. Since the 1970s, they have bought up thousands of hectares of land and turned them into eucalyptus and pine plantations.

According to the government’s Forestry Institute (INFOR), there are now 847,000 hectares of plantations in Bío Bío and a further 426,000 in Araucanía. In total, that’s an area around 150 times the size of Manhattan.

The forestry companies point out, quite rightly, that they bought the land legally and in good faith. They also say they have brought employment to the area, and that they have bent over backwards to meet the social and environmental concerns of the area’s Mapuche communities.

Mininco, for example, which owns 535,000 hectares of plantations on lands bordering some 200 Mapuche communities, says it has had a ‘good neighbour’ plan in place since 1999. “We’ve created a lot of initiatives in a bid to help the development of these communities and to make sure they’re not affected by the company’s business,” says Juan Escobar, Mininco’s manager for public affairs and forest patrimony.

“We’ve brought new jobs, we’ve invested in projects to improve education and we’ve implemented programs designed to raise living standards,” he says. “And in the case of the Mapuche communities, we’ve also offered them our social programs which respect their traditions and their cultural customs.”

Presidential Commissioner Egaña says the mindset of companies in Araucanía has changed for the better in recent years. “They’ve come to realize that they can only truly invigorate the economy in their region if they take into account that a third of the population in the surrounding area is indigenous,” he says.

But the fact remains that the forestry companies own land that the Mapuches regard as their own and, as a result, disputes abound.

The state body charged with resolving these disputes is CONADI, set up in the early 1990s when Chile passed its Indigenous Law, the first piece of legislation to recognize the rights of the country’s ethnic minorities.

CONADI is empowered to buy disputed land and return it to the indigenous communities and, over the years, has transferred thousands of hectares. But the process is complicated and bureaucratic and its transparency has been called into question.

More than 100 communities are still waiting to receive land even though they’ve had their claims accepted by CONADI. Some 300 more are petitioning CONADI for similar transfers, and it has been estimated that at the current rate, it could take 30 or 40 years to resolve these cases.

Even in cases where land has been transferred, problems remain. Often, the new Mapuche landowners have no money to invest in it and it lies idle. Or they are forced to lease the land to make a living, sometimes back to the very farmers who owned it in the first place.

Horror stories also abound of forestry companies milking the land dry before it is transferred to indigenous communities, who complain they are left with little more than a desert, devoid of nutrients and littered with the stumps of pine and eucalyptus trees. “The forestry companies use the land incredibly intensively and, after two or three harvests, you can see how exhausted it is,” says Pantel.

The Mapuches have also staunchly opposed hydroelectric projects in the area. The Ralco dam, built by Endesa on land claimed by the Pehuenche Mapuches in Bío Bío, is the best-known example, but there are many others.

New policy proposals

Frustrated by what they regard as exploitation by private companies and the indifference of the Chilean state, a small minority of Mapuche activists have turned to violence. They have wrecked company property, set fire to farms, threatened landowners and stolen livestock. Trucks carrying produce up the Pan-American highway to Santiago have been ambushed and set alight.

Mininco’s Juan Escobar says the company has seen “a substantial increase” in sabotage and theft in the past two years. Since mid-2007, 135 hectares worth of timber have been stolen from its property, and the company has been unable to work on properties close to the town of Tirúa due to Mapuche opposition.

“In all, this has translated into a loss of more than US$ 1.5 million,” Escobar says.

Indeed, a whole illegal industry has grown up around the theft of timber. Not only is the wood stolen, it is transported by local truckers and processed in local saw-mills. “It’s a semi-professional industry which has absolutely nothing to do with ancestral rights,” states Egaña.

The previous government of President Ricardo Lagos responded to the theft, arson and assaults with anti-terrorist legislation, to the alarm of human rights activists who say it was frequently unjustified.

“The burning of homes, crops and forestry vehicles, the use of shotguns against the police - these are crimes which, of course, the state has a duty to prosecute,” says Sebastian Brett of Human Rights Watch, an NGO, in Chile. “But the state has to distinguish between actions like these and those that are protected under international human rights norms, like the right of association and assembly.”

Brett says the Bachelet government has a better record than the Lagos administration in this regard. But, even so, he says the state response to Mapuche protests has often been heavy-handed.

“Mapuche street protests are sometimes violently disbanded by the police, and the police continue to raid Mapuche communities without a warrant,” he says.

Earlier this year, the government launched what it describes as a major new “social pact” to improve the Chilean state’s relation with its indigenous peoples. Entitled Re-conocer (Re-cognition), it is a wide-ranging policy document covering everything from health to education to rural road-building in areas with large indigenous communities.

Egaña says that through Re -conocer, the government wants to widen the debate over the Mapuche issue to include a range of ministries as well as the forestry companies, hydroelectric firms and, of course, representatives of the local communities.

In the document, the government vows to create an under-secretariat for indigenous affairs, to set up indigenous affairs units in every government ministry and to reform CONADI. It also advocates greater indigenous participation in local, regional and national politics.

Whether such proposals will do much to improve life for the average Mapuche family on their plot of land in Araucanía remains to be seen. Some of Chile’s indigenous people have, indeed, already dismissed Re-conocer as a sham.

According to Egaña, Chile will need a major cultural and mental shift in the coming years if it is to truly address the problems in its troubled southern regions. That process is already underway, he adds.

“But there are no easy solutions,” he admits. “We’re dealing with an historical debt to our indigenous people… and when you take on an historical debt, you can’t just pay it off overnight.”


Gideon Long is a freelance journalist based in Santiago. He also works for the BBC.
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