Aprovechando el Terremoto para Hacer el Bien

04 Mayo 2010

En abril, Javier Donoso, empresario chileno, pasó tres semanas visitando clientes en cuatro países asiáticos y, tras una breve parada en casa, despegó de nuevo hacia Europa. En ambos continentes, Donoso estaba explicando por qué la empresa de exportación de productos del mar que fundó en 1993 tuvo que reprogramar sus embarques para este año.


La empresa, Geomar, tenía su planta de enlatado y centro de distribución en Coronel, justo al sur de la ciudad de Concepción, una de las áreas del sur de Chile más devastadas por el terremoto del 27 de febrero. Pero no fue el terremoto lo que interrumpió los embarques de Geomar.


El sismo produjo cierto daño, pero nada muy serio, señala Donoso, y -protegidas por una península- sus instalaciones escaparon al posterior maremoto que desoló a tantas localidades costeras. El verdadero problema para Geomar -que exporta a cerca de 20 países de todo el mundo, incluido de manera muy incipiente Estados Unidos- fueron los saqueos que surgieron tras el terremoto.


En dos días de pillaje, la empresa perdió cerca de US$ 2 millones en existencias o, en otras palabras, cerca de un quinto de sus ventas anuales. “No estamos hablando de necesidades básicas, porque lo que perdimos eran costosos productos gourmet como centolla y abalón”, destaca Donoso


El seguro cubrirá la mayor parte de las pérdidas de Geomar y, para mediados de abril, la empresa estaba procesando de nuevo, aunque a un 50% de su capacidad. No obstante, la compañía tiene otro problema: los pescadores artesanales cerca de Coronel, quienes le proporcionan las materias primas, se vieron afectados por el maremoto, el que se llevó muchos de sus botes.


Geomar puede obtener algunas de sus materias primas de otras partes del país: su centolla, por ejemplo, proviene de Punta Arenas en el extremo sur del país, ciudad que no se vio afectada por el terremoto. Sin embargo, en lugar de esperar simplemente que sus proveedores locales se recuperen, los está ayudando a lograrlo y estima que en el proceso, puede sacar algo bueno del terremoto.


La compañía unió fuerzas con Endeavor, organización con sede en Estados Unidos que promueve el emprendimiento, para recaudar dinero de empresas privadas -principalmente AFP Habitat, la segunda mayor administradora de fondos de pensiones de Chile- con el fin de que compren nuevos botes, motores fuera de borda y equipos de buceo. Pero mejores que los que tenían antes.


Los nuevos botes no están hechos de madera como los antiguos, sino que de fibra de vidrio -“que es más fácil de mantener limpia e implica mejores estándares de salubridad”, destaca Donoso- y sus motores contaminarán menos que los antiguos. Además, estarán equipados con GPS, lo que hará más fácil estar seguro de que están pescando sólo en áreas permitidas.


“Estamos aportando algo de dinero, pero la principal contribución de Geomar es el usar nuestro conocimiento local para elegir a quienes reciben (la ayuda)”, indica Donoso. Para fines de mayo, los socios del proyecto esperan haber entregado 30 botes, pero no será fácil. Los motores tienen que importarse y los distribuidores locales están teniendo dificultades para ir a la par de la demanda.


Hacer que los botes lleguen a su destino también es un desafío. Se dirigen a Tubul, una villa de pescadores al otro lado del Golfo de Arauco desde Coronel, pero los daños causados por el terremoto implican que los remolques no pueden llegar hasta ahí por tierra y los nuevos botes tienen que ser descargados más al norte en la costa y navegar hasta su destino.


Sin embargo, además de hacer que sus proveedores vuelvan al mar lo antes posible, Geomar también aspira a usar la crisis como una forma de impulsar una transformación de la pesca artesanal a más largo plazo. “El nuestro es un proyecto finito que esperamos culminar dentro de unos meses, pero esperamos que sirva como un modelo para otros, incluido el Gobierno“, afirma Donoso.


El objetivo de fondo, explica, es ayudar a los pescadores artesanales a convertirse en “mejores empresarios”. Uno de sus actuales problemas es que, por razones a menudo tan simples como no contar con los medios para transportar su pesca a las plantas de procesamiento o al pueblo grande más cercano, caen en las manos de intermediarios.


Además de reducir sus ganancias, esto ayuda a perpetuar la naturaleza informal del negocio. “Los intermediarios a menudo no pagan impuestos ni añaden valor”, destaca Donoso.


Eso también es un problema para procesadores como Geomar. Comprar de un intermediario significa que es difícil saber de dónde proviene realmente la pesca, lo que interrumpe la cadena de trazabilidad que es cada vez más exigida por los clientes de mercados de exportación cada vez más sofisticados.


En una apuesta por romper este círculo vicioso, los nuevos botes no se destinarán en un principio a pescadores individuales, sino a la Asociación de Pesacadores de Tubul. La idea, afirma Donoso, es hacer que la asociación opere como una cooperativa, dándole la oportunidad de desarrollar el poder de negociación latente que con el tiempo podría permitir que sus miembros prescindan de los intermediarios.


Dos años después, la propiedad de los nuevos botes se transferiría a pescadores individuales, pero sólo con una condición. Habrán tenido que reinvertir en el intertanto parte sus ganancias en proyectos sociales en su comunidad.


Eso es en parte por razones humanitarias -muchos de los 2.000 habitantes de Tubul se quedaron sin hogar por el terremoto- pero también con el fin de alentar la iniciativa local. “La actitud de echarse para atrás y esperar a que llegue la ayuda es menos prevalente de lo que era, pero aún es un mal hábito,” sostiene Donoso.


Pero también contempla un futuro en el que los pescadores artesanales de hoy y, con el tiempo, sus hijos puedan tener un sustento mejor y más sustentable a partir de los recursos a su disposición. Si ese futuro emergiera a partir del terremoto, de hecho sería algo prometedor, no sólo para los mismos pescadores, sino también para los exportadores, como Geomar, a los que abastecen.


Ruth Bradley es corresponsal en Santiago de The Economist.

Compartir