Administrando el Estado de ChileManaging the State of Chile

01 Junio 2008

Chile tiene dinero a raudales. Gracias a los precios récord del cobre, ha podido incrementar su gasto fiscal en casi un quinto durante los últimos dos años mientras que, al mismo tiempo, destina US$20.000 millones -o un 10% del PIB anual- a dos fondos en el extranjero.


Pero, en Chile tal como en otras economías basadas en la explotación de recursos naturales, el actual auge mundial de los bienes básicos ha generado una incómoda pregunta política. ¿Está bien que países que aún tienen muchos problemas sociales apremiantes almacenen su riqueza? No tendría más sentido para ellos invertir más de ese dinero en educación, salud, etcétera en su propia gente?


En Chile, hay muchas razones económicas sólidas para mantener una mano firme sobre el presupuesto fiscal, la inflación y la solidez del peso entre otras. Pero los funcionarios gubernamentales también admiten en privado otra razón, más problemática: sus dudas respecto de la capacidad del Gobierno para gastar más dinero para mejores resultados


Cuando la Concertación, la coalición de centro-izquierda que ha gobernado a Chile durante los últimos 18 años, asumió el mando del país, el presupuesto anual fiscal era de apenas US$6.000 millones; este año, llegará a un estimado de US$36.000 millones. Y las cifras, pese a su magnitud, subestiman los desafíos implícitos en este incremento.


A medida que la prosperidad de Chile ha crecido, ha resuelto muchos problemas. La trampa, sin embargo, está en que en muchos casos éstos problemas eran los sencillos y los que aún quedan son más complejos y desafiantes.


Tome la pobreza como ejemplo. Cuando llega a un 39%, como ocurría en 1990, las posibilidades apuntan a que casi cualquier programa de Gobierno moderadamente sensible ayude, pero cuando ha caído al 14%, el Gobierno realmente tiene que empezar a hacer su trabajo si ha de tener un efecto palpable.


O tome el suministro eléctrico rural, un área en la que Chile ha hecho importantes avances. Cuando las comunidades no son muy pequeñas o no se encuentran en lugares muy remotos, resulta bastante obvio subsidiar a empresas de transmisión privada para desplegar nuevas líneas eléctricas. Pero cuando las que quedan son realmente comunidades muy pequeñas y remotas, comienzan a necesitarse estudios para evaluar opciones más complejas tales como las mini centrales hidroeléctricas.


Además las políticas deben mantenerse en el tiempo incluso si el Gobierno en funciones no estará ahí para llevarse el crédito. La experiencia de Chile en la década de los 80, por ejemplo, mostró que si los programas de nutrición infantil se recortan durante una crisis económica, los indicadores de desnutrición comienzan rápidamente a dispararse de nuevo.


Comparado con el enfoque de partir y detener [stop-start] que ha agobiado a muchos países latinoamericanos, Chile lo ha hecho bien en cuanto a la estabilidad política, debido en parte al largo mandato de la Concertación, pero también debido al amplio consenso político respecto del enfoque principal de la estrategia para el país, aunque no necesariamente de sus detalles. Sin embargo, claramente ha fallado en un área de reforma clave que requiere no sólo un compromiso de largo plazo sino también de la voluntad para emprender una tarea que promete pocos, si es que hay, dividendos políticos de corto plazo: la modernización del propio Estado.


El Nacimiento del Problema


Los primeros signos de que algo estaba mal en el Estado de Chile aparecieron en los primeros años de esta década. Poco después de que el presidente Ricardo Lagos asumiera el mando de la nación en el 2000, hubo un escándalo porque varios funcionarios públicos que habían prestado servicio en empresas públicas durante el Gobierno anterior habían recibido generosas indemnizaciones por despido antes de ser reasignados simplemente a otros empleos estatales.


Luego, un par de años después, un escándalo en el Ministerio de Obras Públicas y Transporte concentró la atención en la raíz del problema y en los enormes riesgos que representa no hacerle frente. Limitado por la rígida estructura de la administración pública e incapaz de modernizar su estructura de pago de manera acorde con las demandas de un nuevo esquema de concesiones privadas, el Ministerio recurrió a la triangulación de dineros para sus empleados a través de empresas de externalización de servicios.


Debido a ese escándalo, el Gobierno y la Unión Demócrata Independiente (UDI) forjaron un acuerdo que sembró las semillas de una administración pública profesional y que también trajo como resultado la aprobación de un proyecto de ley para abordar otro preocupante vacío en la rendición de cuentas y transparencia: la falta de regulación del financiamiento electoral. Pero acontecimientos posteriores han demostrado que estas medidas no fueron suficientes.


En abril, en un seminario de negocios, el ministro del Interior -Edmundo Pérez Yoma- reconoció “ineficiencia y desorden” en el aparato estatal. Y tenía razones para preocuparse: mientras hacía sus declaraciones, la entonces ministra de Educación Yasna Provoste iba en camino al Congreso por una acusación constitucional -la primera de un ministro del Gabinete desde que se reinstauró la democracia en 1990- por no poder dar cuenta de unos US$500 millones del presupuesto de educación en el período 2004-2006.


Ése fue un duro golpe para el Gobierno de la presidenta Michelle Bachelet quien había prometido mejorar la deficiente calidad de la educación estatal, que es calificada como un cuello de botella crítico no sólo para el crecimiento económico sostenido de Chile sino que también para el avance en la reducción de la inequidad de ingresos. Y, aún peor para el Gobierno, la vasta mayoría de chilenos vio el problema -casi con certeza de manera incorrecta- como un problema de corrupción, más que de desorden.


Pero también ha habido casos de corrupción. Los chilenos -acostumbrados a la posición de su país como el más transparente de América Latina y, según las clasificaciones internacionales, mejor que algunos países industrializados- se han sentido traicionados durante los últimos años a medida que se han generado escándalos que han pasado de la agencia gubernamental de promoción del deporte (Chiledeportes) y Gendarmería al servicio estatal de ferrocarriles (Enfe) y, más recientemente, en el Registro Civil.


Eso ha dejado a los chilenos preguntándose si la corrupción estatal siempre ha estado ahí y simplemente no sabían o si las cosas están empeorando. Y, si
se trata de la última opción, si la Concertación -con sus 18 años en el poder- no es la primera en la línea de sospechosos.


Limpieza General


Parte de la razón de estos escándalos es una buena noticia: las esquinas oscuras del aparato estatal están recibiendo más luz. La designación en abril del 2007 de un nuevo contralor general, titular de una agencia autónoma responsable de auditar al Gobierno, demostró ser un paso clave en esta dirección.


Traído de una firma privada de abogados, Ramiro Mendoza reorganizó la agencia, tomó un rol más activo en la investigación de posibles irregularidades y, de manera clave, comenzó a publicar los resultados en el sitio web de la entidad. Los problemas de rendición de cuentas en el Ministerio de Educación, por ejemplo, habían sido un secreto a voces durante una década, pero sólo fue a comienzos de este año que se volvieron irrevocablemente públicos.


Cuando se trata de reformar el Estado, la experiencia internacional muestra que a menudo es en una crisis que las cosas comienza a cambiar para mejor, destaca Rossana Pérez, directora nacional del Servicio Civil, entidad creada tras el escándalo en el Ministerio de Obras Públicas y Transporte como parte de una apuesta por profesionalizar la administración del Estado. “Ya ha habido un importante cambio de mentalidad entre los políticos; anteriormente no habrían considerado ceder cuotas de poder a funcionarios públicos profesionales”, afirma.


El nuevo esquema del servicio civil dividió los niveles más altos de la administración central del Gobierno en tres categorías. Los 800 de primera línea -ministros, subsecretarios, intendentes regionales y gobernadores regionales- siguen correspondiendo a designaciones políticas, pero los 793 cargos siguientes -los directores de la mayoría de los servicios públicos- son seleccionados por concurso por una comisión independiente conocida como Alta Dirección Pública (ADP) y después de ellos otros 1.800 cargos también se eligen por concurso, pero por su propio servicio bajo la guía de la oficina nacional del Servicio Civil.


Sin embargo, según el ministro Pérez Yoma, el avance no ha cumplido con las expectativas. Un problema, indica, es que los sueldos son muy bajos para atraer profesionales de la calidad que el Estado requiere. O, como dijo genialmente y sin tacto el ex ministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre, “si pagas con maní, sólo puedes contratar monos”.


Y ése no es el único problema. Un defecto aún más grave para los posibles candidatos a los 793 cargos que se supone la ADP debe llenar es que, si bien se seleccionan de manera independiente y, en teoría, por un período de tres años, pueden ser despedidos sin derecho a apelación por sus superiores políticos.


Y
acceder al sector privado cuando has sido despedido del sector público no es fácil, destaca John Byrne, director gerente en Santiago de Boyden, una empresa internacional líder en la búsqueda de ejecutivos. Eso ayuda a explicar por qué hasta ahora la ADP sólo ha llenado 252 de los 793 cargos a asignar.


Con una duración de seis a ocho meses, el proceso además se demora mucho, argumenta Byrne. “Si llamas a alguien para un trabajo, abres sus ojos a otras posibilidades y, dentro de 30 días, probablemente habrás perdido a los mejores candidatos”.


La estrategia para llenar los cargos también es contraproducente, sostiene Byrne, e implica que las empresas líderes de búsqueda de ejecutivos del país se han negado a trabajar para el sistema. El hecho de que la mayor parte de la tarifa sea a posteriori, en lugar de por adelantado, es un incentivo perverso para llenar un cargo con quienquiera que postule, destaca.


Y, más aún, las empresas de búsqueda tienen que operar de manera remota a través de la ADP y tienen prohibido legalmente hablar de manera directa con el servicio civil para el cual están haciendo las contrataciones. Esa restricción es una importante desventaja, indica Byrne, porque priva a la compañía de la vital oportunidad de hacer su propia evaluación de las calificaciones y características personales que se requieren.


Limitaciones Estructurales


Pero ni siquiera los mejores profesionales, seleccionados de la manera óptima, podrán hacer mucho sin los procesos, tecnología y personal correctos. Y, aunque algunas partes de la administración estatal de Chile se consideran altamente eficientes -y, en general, se comparan bien respecto de otros países latinoamericanos- hay muchas historias de horror para ilustrar las dificultades que se pueden enfrentar.


Los extranjeros que trabajan en Chile a menudo admiran al Servicio de Impuestos Internos (SII) del país y su uso de Internet como una manera de simplificar la burocracia, pero lo que cuentan cuando se trata de obtener una visa es bastante distinto. Para un país que ha hecho de la atracción de la inversión extranjera y el talento que ésta conlleva una piedra angular de su estrategia de desarrollo, eso es un error desafortunado.


Hay un amplio consenso en cuanto a que con las 160.000 personas que conforman la administración del Gobierno central el tamaño de éste sea probablemente el correcto, pero que no cuenta necesariamente con la gente correcta en el lugar correcto. En virtud de la legislación chilena, los funcionarios del sector público, salvo los que corresponden a designaciones políticas y aquéllos elegidos a través de la ADP, tienen un cargo prácticamente inamovible y, según funcionarios de Gobierno, los más antiguos y renuentes a los cambios a menudo se encuentran en los departamentos de contabilidad y abastecimiento, precisamente las áreas más vulnerables a las irregularidades y donde la nueva tecnología puede hacer la mayor contribución.


Pero quizás la ilustración más gráfica de cómo los procesos del sector público y la tecnología no han podido seguir el ritmo de los crecientes presupuestos es en el Ministerio de Educación. Su oficina regional (SEREMI) de Santiago, que fue responsable del desorden contable que terminó con la salida de la ministra Provoste, es responsable de pagar financiamiento estatal -avaluado en un total anual cercano a los US$1.400 millones- para 2.500 escuelas de Santiago, todos de distintos montos dependiendo del tipo de escuela y de la asistencia de los alumnos.


Sin embargo, enfrentado a este complejo proceso, sólo comenzó a cambiar de pagos con cheques a transferencias electrónicas el año pasado, una década después de que el problema se detectara por primera vez. Y sólo ahora está desarrollando un sistema totalmente automático en el cual las distintas partes pueden “hablar” entre sí.


Asimismo, la implementación del SIGFE, un sistema lanzado en el 2001 con el respaldo del Banco Mundial para proporcionar un registro online del gasto fiscal, ha tardado más de lo esperado y, siete años después, partes del presupuesto fiscal aún no se incorporan al sistema, destaca Rosanna Costa, experta en asuntos fiscales del Instituto Libertad y Desarrollo, un centro de estudios local. Másdrásticamente, un funcionario estatal quien prefirió mantenerse en el anonimato sugirió que “lo botaran y comprarle algo a SAP”.


Arreglar los problemas difícilmente sea algo complejo y los distintos centros de estudio del país recientemente presentaron al Gobierno una serie de recomendaciones prácticas. Algunas, como proyectos de ley para reformar el gobierno corporativo de las empresas estatales, requieren la cooperación del Congreso, pero otras -como la reducción de las demoras administrativas en la designación de funcionarios públicos- pueden lograrse sin la necesidad de una nueva legislación.


Sin embargo, Rosanna Costa es escéptica respecto de los incentivos del Gobierno para administrar mejor al Estado. “Lograr la eficiencia no es agradable”, sostiene. “Implica tomar una postura firme con gente que no está haciendo bien su trabajo y eso tiene costos en el corto plazo, mientras que la administración en funciones no paga los costos de la ineficiencia”.


En otras palabras, todo se reduce a una capacidad para ver más allá de la próxima elección. O, como dijo el ministro Pérez Yoma, la capacidad de entender que “la eficiencia es el imperativo ético de la política”.


Ruth Bradley es editora general de bUSiness CHILE además de corresponsal en Santiago de The Economist.



Even when money is plentiful, there’s no excuse for not managing it properly, particularly if it belongs to taxpayers. Yet that is what Chile appears to be having difficulty in doing.

Chile is rolling in it. Thanks to record prices for copper, it has been able to increase its fiscal spending by almost a fifth over the last two years while, at the same time, stashing away US$20 billion - or 10% of annual GDP - in two overseas funds.

But, in Chile as in other natural-resource economies, the world’s present commodity boom has raised an uncomfortable political question. Is it right for countries that still have many pressing social problems to be squirreling away their bounty? Wouldn’t it make better sense for them to invest more of that money in the education, health and so on of their own people?

In Chile, there are plenty of sound economic reasons for keeping a firm hand on the fiscal purse strings - inflation and the strength of the peso among them. But officials also privately admit to another, more troubling reason - their doubts as to the government’s ability to spend more money to best effect.

When the Concertación, the center-left coalition that has governed Chile for the past 18 years, took office, the annual fiscal budget was just US$6 billion; this year, it will reach an estimated US$36 billion. And the figures, despite their magnitude, underestimate the challenges implicit in this increase.

As Chile’s prosperity has increased, it has solved many problems. The catch, though, is that these were, in many cases, the easy ones, and those that remain are more complex and recalcitrant.

Take poverty, for example. When it is running at 39% as it was in 1990, the chances are that almost any moderately sensible government program will do some good but, when it is down to 14%, a government really has to start to do its homework if it is to have a palpable impact.

Or take rural electricity supply, an area in which Chile has made important progress. When communities are not too small or too remote, it’s fairly obvious to subsidize private transmission companies to string up new power lines. But when what’s left are really tiny and remote communities, studies start to be needed to evaluate more complex options such as mini-hydro plants.

Policies must also be maintained over time even if the incumbent government won’t be there to claim credit. Chile’s experience in the 1980s, for example, showed that, if infant nutrition programs are cut back during an economic crisis, malnutrition indicators rapidly start to shoot up again.

Compared to the stop-start approach that has dogged many Latin American countries, Chile has done well on policy stability, due partly to the Concertación’s long tenure but also to broad political consensus on the main thrust of the country’s strategy, if not necessarily the details. But it has clearly failed in one key area of reform that requires not only long-term commitment but also a willingness to undertake a task that promises few, if any, short-term political dividends - modernization of the state itself.

Brewing trouble

The first signs that something was amiss in the state of Chile emerged in the early years of this decade. Soon after President Ricardo Lagos took office in 2000, there was a scandal because several dozen public officials who had served in state companies during the previous administration cashed in on generous redundancy pay before simply being relocated to another state job.

Then, a couple of years later, a scandal in the Public Works and Transport Ministry drew attention to the heart of the problem and the enormous risks of not tackling it. Straitjacketed by the rigid structure of the public administration and unable to modernize its pay structure in line with the demands of a new private concessions scheme, the Ministry resorted to triangling money to its employees through outsourcing companies.

In the wake of that scandal, the government and the Independent Democratic Union (UDI) forged a deal that planted the seeds of a professional civil service and also resulted in the passage of a bill to address another worrying void for accountability and transparency - the lack of regulation of election finance. But subsequent events have shown that these measures were not enough.

In April, addressing a business seminar, Interior Minister Edmundo Pérez Yoma confessed to “inefficiency and disorder” in the state apparatus. And he had grounds for concern: as he spoke, Education Minister Yasna Provoste was on her way to impeachment - the first of a cabinet minister since democracy was restored in 1990 - for not being able to account for some US$500 million of the education budget for 2004-2006.

That was a nasty blow to the government of President Michelle Bachelet who had promised to improve the poor quality of state education, which is identified as a key bottleneck not only for Chile’s sustained economic growth but also for progress in reducing income inequality. And, even worse for the government, the vast majority of Chileans saw the problem - almost certainly incorrectly - as one of corruption, rather than muddle.

But there have been cases of corruption too. Chileans - accustomed to their country’s standing as the most transparent in Latin America and, according to international rankings, better than some industrialized countries - have felt betrayed over the last year as scandals have ranged from the government’s sports promotion agency and the prison guard service to the state railway passenger service and, most recently, the civil registry.

That has left Chileans wondering whether state corruption has always been there and they simply didn’t know or whether things are getting worse. And, if the latter is the case, whether the Concertación, with its 18 years in the power, isn’t first in the line-up of suspects.

Spring cleaning

Part of the reason for these scandals is good news - more light is being shone into dark corners of the state apparatus. The appointment of a new Comptroller General, head of the autonomous agency responsible for auditing the government, in April 2007 proved a key step in this direction.

Drawn from a private law firm, Ramiro Mendoza has reorganized the agency, taken a more active role in investigating possible irregularities and, crucially, has started to post the results on the agency’s website. The accounting problems in the Education Ministry had, for example, been an open secret for a decade but it was only at the beginning of this year that they became irrevocably public.

When it comes to reform of the state, international experience shows that it is often in a crisis that things start to take a turn for the better, notes Rossana Pérez, director of the National Civil Service Office created after the scandal in the Ministry of Public Works and Transport as part of a bid to professionalize administration of the state. “There’s already been an important change of mentality among politicians; they wouldn’t previously have considered ceding quotas of power to professional civil servants,” she argues.

The new civil service scheme divided the higher levels of central government administration into three categories. The top 800 - ministers, under-secretaries, regional ministerial representatives and regional governors - continue to be political appointees, but the next 793 - the directors of most public services - are selected competitively by an independent commission known as the Alta Dirección Pública (ADP) and below them are a further 1,800 who are also appointed competitively, but by their own public service under the guidance of the National Civil Service Office.

But, according to Minister Pérez Yoma, progress has not lived up to expectations. One problem, he says, is that salaries are too low to attract professionals of the quality the state requires. Or, as former finance minister Nicolás Eyzaguirre once famously and tactlessly put it, “if you pay peanuts, you get monkeys.”

And that is not the only problem. An even more serious flaw for potential candidates for the 793 positions that the ADP is supposed to fill is that, although selected independently and, in theory, for a three-year period, they can be sacked without the right of appeal by their political superiors.

And getting into the private sector when you’ve been sacked by the public sector is no mean feat, notes John Byrne, managing director in Santiago for Boyden, a leading international executive search company. That helps to explain why the ADP has so far filled only 252 of its 793 allotted posts.

At six to eight months, the process also takes too long, argues Byrne. “If you call someone about a job, you open their eyes to other possibilities and, within 30 days, you’ve probably lost the best candidates.”

The strategy for filling posts is also counter-productive, says Byrne, and means that the country’s leading executive search companies have declined to work for the system. The fact that most of the fee is ex-post, rather than upfront, is a perverse incentive for filling a post with whoever happens to apply, he points out.

And, moreover, search companies have to operate remotely through the ADP and are legally forbidden to talk directly to the public service for which they are hiring. That restriction is a major handicap, says Byrne, because it deprives the company of the vital opportunity to make its own assessment of the qualifications and personal characteristics that are required.

Structural constraints

But even the best, optimally-selected professionals can only do so much without the right processes, technology and staff. And, although some parts of Chile’s state administration are regarded as highly efficient - and, overall, it compares well with other Latin American countries - there are plenty of horror stories to illustrate the difficulties they can face.

Foreigners working in Chile often admire the country’s Internal Revenue Service (SII) and its use of Internet as a way of simplifying bureaucracy, but the story they tell when it comes to obtaining a visa is very different. For a country which has made attraction of foreign investment and the talent it brings with it a keystone of its development strategy, that is an unfortunate lapse.

There is broad agreement that the 160,000-strong central government administration is probably about the right size, but that it doesn’t necessarily have the right people in the right places. Under Chilean law, public sector officials, except political appointees and those selected through the ADP, have virtually watertight tenure and, according to public officials, the oldest and most resistant to change are often found in accounting and procurement departments, precisely the areas most vulnerable to irregularities and where new technology can make the largest contribution.

But perhaps the most graphic illustration of how public-sector processes and technology have failed to keep pace with increased budgets is the Education Ministry. Its Regional Office (SEREMI) for Santiago, which was guilty of accounting muddle that brought down Minister Provoste, is responsible for paying state funding, worth an annual total of some US$1.4 billion, to 2,500 schools in Santiago, all of differing amounts depending on the type of school and pupil attendance.

Yet, faced with this complex process, it only started to switch from payment by check to electronic money transfers last year, a decade after the problem was first detected. And only now is it developing a fully automatic system of which the different parts can ‘talk’ to each other.

Similarly, the implementation of SIGFE, a system launched in 2001 with World Bank support to provide an online register of fiscal expenditure, has taken longer than expected and, seven years later, parts of the fiscal budget are still not incorporated into the system, points out Rosanna Costa, an expert in fiscal affairs at Libertad y Desarrollo, a think-tank. More drastically, one state official who preferred to remain anonymous suggested “scrapping it and buying something from SAP”.

Fixing the problems is hardly ‘rocket science’ and the country’s different think-tanks have recently presented the government with a number of practical recommendations. Some, like bills to reform the governance of state companies, require the cooperation of Congress but others, such as the reduction of administrative delays on the appointment of civil servants, could be achieved without the need for new legislation.

However, Rosanna Costa is skeptical about the government’s incentives for better management of the state. “Achieving efficiency isn’t agreeable,” she says. “It involves taking a firm stand with people who aren’t doing their job properly and that has short-term costs whereas the incumbent administration doesn’t pay the costs of inefficiency.”

In other words, it all comes down to an ability to look beyond the next election. Or, as Minister Pérez Yoma said, the ability to understand that “efficiency is the ethical imperative of politics”.

Ruth Bradley is general editor of bUSiness CHILE. She is also the Santiago correspondent for The Economist.
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