Chile tiene dinero a raudales. Gracias a los precios récord del cobre, ha podido incrementar su gasto fiscal en casi un quinto durante los últimos dos años mientras que, al mismo tiempo, destina US$20.000 millones -o un 10% del PIB anual- a dos fondos en el extranjero.
Pero, en Chile tal como en otras economías basadas en la explotación de recursos naturales, el actual auge mundial de los bienes básicos ha generado una incómoda pregunta política. ¿Está bien que países que aún tienen muchos problemas sociales apremiantes almacenen su riqueza? No tendría más sentido para ellos invertir más de ese dinero en educación, salud, etcétera en su propia gente?
En Chile, hay muchas razones económicas sólidas para mantener una mano firme sobre el presupuesto fiscal, la inflación y la solidez del peso entre otras. Pero los funcionarios gubernamentales también admiten en privado otra razón, más problemática: sus dudas respecto de la capacidad del Gobierno para gastar más dinero para mejores resultados
Cuando la Concertación, la coalición de centro-izquierda que ha gobernado a Chile durante los últimos 18 años, asumió el mando del país, el presupuesto anual fiscal era de apenas US$6.000 millones; este año, llegará a un estimado de US$36.000 millones. Y las cifras, pese a su magnitud, subestiman los desafíos implícitos en este incremento.
A medida que la prosperidad de Chile ha crecido, ha resuelto muchos problemas. La trampa, sin embargo, está en que en muchos casos éstos problemas eran los sencillos y los que aún quedan son más complejos y desafiantes.
Tome la pobreza como ejemplo. Cuando llega a un 39%, como ocurría en 1990, las posibilidades apuntan a que casi cualquier programa de Gobierno moderadamente sensible ayude, pero cuando ha caído al 14%, el Gobierno realmente tiene que empezar a hacer su trabajo si ha de tener un efecto palpable.
O tome el suministro eléctrico rural, un área en la que Chile ha hecho importantes avances. Cuando las comunidades no son muy pequeñas o no se encuentran en lugares muy remotos, resulta bastante obvio subsidiar a empresas de transmisión privada para desplegar nuevas líneas eléctricas. Pero cuando las que quedan son realmente comunidades muy pequeñas y remotas, comienzan a necesitarse estudios para evaluar opciones más complejas tales como las mini centrales hidroeléctricas.
Además las políticas deben mantenerse en el tiempo incluso si el Gobierno en funciones no estará ahí para llevarse el crédito. La experiencia de Chile en la década de los 80, por ejemplo, mostró que si los programas de nutrición infantil se recortan durante una crisis económica, los indicadores de desnutrición comienzan rápidamente a dispararse de nuevo.
Comparado con el enfoque de partir y detener [stop-start] que ha agobiado a muchos países latinoamericanos, Chile lo ha hecho bien en cuanto a la estabilidad política, debido en parte al largo mandato de la Concertación, pero también debido al amplio consenso político respecto del enfoque principal de la estrategia para el país, aunque no necesariamente de sus detalles. Sin embargo, claramente ha fallado en un área de reforma clave que requiere no sólo un compromiso de largo plazo sino también de la voluntad para emprender una tarea que promete pocos, si es que hay, dividendos políticos de corto plazo: la modernización del propio Estado.
El Nacimiento del Problema
Los primeros signos de que algo estaba mal en el Estado de Chile aparecieron en los primeros años de esta década. Poco después de que el presidente Ricardo Lagos asumiera el mando de la nación en el 2000, hubo un escándalo porque varios funcionarios públicos que habían prestado servicio en empresas públicas durante el Gobierno anterior habían recibido generosas indemnizaciones por despido antes de ser reasignados simplemente a otros empleos estatales.
Luego, un par de años después, un escándalo en el Ministerio de Obras Públicas y Transporte concentró la atención en la raíz del problema y en los enormes riesgos que representa no hacerle frente. Limitado por la rígida estructura de la administración pública e incapaz de modernizar su estructura de pago de manera acorde con las demandas de un nuevo esquema de concesiones privadas, el Ministerio recurrió a la triangulación de dineros para sus empleados a través de empresas de externalización de servicios.
Debido a ese escándalo, el Gobierno y la Unión Demócrata Independiente (UDI) forjaron un acuerdo que sembró las semillas de una administración pública profesional y que también trajo como resultado la aprobación de un proyecto de ley para abordar otro preocupante vacío en la rendición de cuentas y transparencia: la falta de regulación del financiamiento electoral. Pero acontecimientos posteriores han demostrado que estas medidas no fueron suficientes.
En abril, en un seminario de negocios, el ministro del Interior -Edmundo Pérez Yoma- reconoció “ineficiencia y desorden” en el aparato estatal. Y tenía razones para preocuparse: mientras hacía sus declaraciones, la entonces ministra de Educación Yasna Provoste iba en camino al Congreso por una acusación constitucional -la primera de un ministro del Gabinete desde que se reinstauró la democracia en 1990- por no poder dar cuenta de unos US$500 millones del presupuesto de educación en el período 2004-2006.
Ése fue un duro golpe para el Gobierno de la presidenta Michelle Bachelet quien había prometido mejorar la deficiente calidad de la educación estatal, que es calificada como un cuello de botella crítico no sólo para el crecimiento económico sostenido de Chile sino que también para el avance en la reducción de la inequidad de ingresos. Y, aún peor para el Gobierno, la vasta mayoría de chilenos vio el problema -casi con certeza de manera incorrecta- como un problema de corrupción, más que de desorden.
Pero también ha habido casos de corrupción. Los chilenos -acostumbrados a la posición de su país como el más transparente de América Latina y, según las clasificaciones internacionales, mejor que algunos países industrializados- se han sentido traicionados durante los últimos años a medida que se han generado escándalos que han pasado de la agencia gubernamental de promoción del deporte (Chiledeportes) y Gendarmería al servicio estatal de ferrocarriles (Enfe) y, más recientemente, en el Registro Civil.
Eso ha dejado a los chilenos preguntándose si la corrupción estatal siempre ha estado ahí y simplemente no sabían o si las cosas están empeorando. Y, si
se trata de la última opción, si la Concertación -con sus 18 años en el poder- no es la primera en la línea de sospechosos.
Limpieza General
Parte de la razón de estos escándalos es una buena noticia: las esquinas oscuras del aparato estatal están recibiendo más luz. La designación en abril del 2007 de un nuevo contralor general, titular de una agencia autónoma responsable de auditar al Gobierno, demostró ser un paso clave en esta dirección.
Traído de una firma privada de abogados, Ramiro Mendoza reorganizó la agencia, tomó un rol más activo en la investigación de posibles irregularidades y, de manera clave, comenzó a publicar los resultados en el sitio web de la entidad. Los problemas de rendición de cuentas en el Ministerio de Educación, por ejemplo, habían sido un secreto a voces durante una década, pero sólo fue a comienzos de este año que se volvieron irrevocablemente públicos.
Cuando se trata de reformar el Estado, la experiencia internacional muestra que a menudo es en una crisis que las cosas comienza a cambiar para mejor, destaca Rossana Pérez, directora nacional del Servicio Civil, entidad creada tras el escándalo en el Ministerio de Obras Públicas y Transporte como parte de una apuesta por profesionalizar la administración del Estado. “Ya ha habido un importante cambio de mentalidad entre los políticos; anteriormente no habrían considerado ceder cuotas de poder a funcionarios públicos profesionales”, afirma.
El nuevo esquema del servicio civil dividió los niveles más altos de la administración central del Gobierno en tres categorías. Los 800 de primera línea -ministros, subsecretarios, intendentes regionales y gobernadores regionales- siguen correspondiendo a designaciones políticas, pero los 793 cargos siguientes -los directores de la mayoría de los servicios públicos- son seleccionados por concurso por una comisión independiente conocida como Alta Dirección Pública (ADP) y después de ellos otros 1.800 cargos también se eligen por concurso, pero por su propio servicio bajo la guía de la oficina nacional del Servicio Civil.
Sin embargo, según el ministro Pérez Yoma, el avance no ha cumplido con las expectativas. Un problema, indica, es que los sueldos son muy bajos para atraer profesionales de la calidad que el Estado requiere. O, como dijo genialmente y sin tacto el ex ministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre, “si pagas con maní, sólo puedes contratar monos”.
Y ése no es el único problema. Un defecto aún más grave para los posibles candidatos a los 793 cargos que se supone la ADP debe llenar es que, si bien se seleccionan de manera independiente y, en teoría, por un período de tres años, pueden ser despedidos sin derecho a apelación por sus superiores políticos.
Y
acceder al sector privado cuando has sido despedido del sector público no es fácil, destaca John Byrne, director gerente en Santiago de Boyden, una empresa internacional líder en la búsqueda de ejecutivos. Eso ayuda a explicar por qué hasta ahora la ADP sólo ha llenado 252 de los 793 cargos a asignar.
Con una duración de seis a ocho meses, el proceso además se demora mucho, argumenta Byrne. “Si llamas a alguien para un trabajo, abres sus ojos a otras posibilidades y, dentro de 30 días, probablemente habrás perdido a los mejores candidatos”.
La estrategia para llenar los cargos también es contraproducente, sostiene Byrne, e implica que las empresas líderes de búsqueda de ejecutivos del país se han negado a trabajar para el sistema. El hecho de que la mayor parte de la tarifa sea a posteriori, en lugar de por adelantado, es un incentivo perverso para llenar un cargo con quienquiera que postule, destaca.
Y, más aún, las empresas de búsqueda tienen que operar de manera remota a través de la ADP y tienen prohibido legalmente hablar de manera directa con el servicio civil para el cual están haciendo las contrataciones. Esa restricción es una importante desventaja, indica Byrne, porque priva a la compañía de la vital oportunidad de hacer su propia evaluación de las calificaciones y características personales que se requieren.
Limitaciones Estructurales
Pero ni siquiera los mejores profesionales, seleccionados de la manera óptima, podrán hacer mucho sin los procesos, tecnología y personal correctos. Y, aunque algunas partes de la administración estatal de Chile se consideran altamente eficientes -y, en general, se comparan bien respecto de otros países latinoamericanos- hay muchas historias de horror para ilustrar las dificultades que se pueden enfrentar.
Los extranjeros que trabajan en Chile a menudo admiran al Servicio de Impuestos Internos (SII) del país y su uso de Internet como una manera de simplificar la burocracia, pero lo que cuentan cuando se trata de obtener una visa es bastante distinto. Para un país que ha hecho de la atracción de la inversión extranjera y el talento que ésta conlleva una piedra angular de su estrategia de desarrollo, eso es un error desafortunado.
Hay un amplio consenso en cuanto a que con las 160.000 personas que conforman la administración del Gobierno central el tamaño de éste sea probablemente el correcto, pero que no cuenta necesariamente con la gente correcta en el lugar correcto. En virtud de la legislación chilena, los funcionarios del sector público, salvo los que corresponden a designaciones políticas y aquéllos elegidos a través de la ADP, tienen un cargo prácticamente inamovible y, según funcionarios de Gobierno, los más antiguos y renuentes a los cambios a menudo se encuentran en los departamentos de contabilidad y abastecimiento, precisamente las áreas más vulnerables a las irregularidades y donde la nueva tecnología puede hacer la mayor contribución.
Pero quizás la ilustración más gráfica de cómo los procesos del sector público y la tecnología no han podido seguir el ritmo de los crecientes presupuestos es en el Ministerio de Educación. Su oficina regional (SEREMI) de Santiago, que fue responsable del desorden contable que terminó con la salida de la ministra Provoste, es responsable de pagar financiamiento estatal -avaluado en un total anual cercano a los US$1.400 millones- para 2.500 escuelas de Santiago, todos de distintos montos dependiendo del tipo de escuela y de la asistencia de los alumnos.
Sin embargo, enfrentado a este complejo proceso, sólo comenzó a cambiar de pagos con cheques a transferencias electrónicas el año pasado, una década después de que el problema se detectara por primera vez. Y sólo ahora está desarrollando un sistema totalmente automático en el cual las distintas partes pueden “hablar” entre sí.
Asimismo, la implementación del SIGFE, un sistema lanzado en el 2001 con el respaldo del Banco Mundial para proporcionar un registro online del gasto fiscal, ha tardado más de lo esperado y, siete años después, partes del presupuesto fiscal aún no se incorporan al sistema, destaca Rosanna Costa, experta en asuntos fiscales del Instituto Libertad y Desarrollo, un centro de estudios local. Másdrásticamente, un funcionario estatal quien prefirió mantenerse en el anonimato sugirió que “lo botaran y comprarle algo a SAP”.
Arreglar los problemas difícilmente sea algo complejo y los distintos centros de estudio del país recientemente presentaron al Gobierno una serie de recomendaciones prácticas. Algunas, como proyectos de ley para reformar el gobierno corporativo de las empresas estatales, requieren la cooperación del Congreso, pero otras -como la reducción de las demoras administrativas en la designación de funcionarios públicos- pueden lograrse sin la necesidad de una nueva legislación.
Sin embargo, Rosanna Costa es escéptica respecto de los incentivos del Gobierno para administrar mejor al Estado. “Lograr la eficiencia no es agradable”, sostiene. “Implica tomar una postura firme con gente que no está haciendo bien su trabajo y eso tiene costos en el corto plazo, mientras que la administración en funciones no paga los costos de la ineficiencia”.
En otras palabras, todo se reduce a una capacidad para ver más allá de la próxima elección. O, como dijo el ministro Pérez Yoma, la capacidad de entender que “la eficiencia es el imperativo ético de la política”.
Ruth Bradley es editora general de bUSiness CHILE además de corresponsal en Santiago de The Economist.