El término de mis tres meses de viaje se aproxima rápidamente, tiempo que me ha llevado a tres fascinantes países: Bután, Nepal y Mongolia. ¿Fue una “experiencia que me cambió la vida”?
Es probable que esté un poco viejo para eso, pero con toda certeza me dejó impresionado. En los últimos 10 días he estado en -o en los límites- del desierto de Gobi, que ocupa parte importante de la zona sur de Mongolia, país mediterráneo atascado inconvenientemente entre Rusia y China.
Hice un viaje en camello. Partimos temprano para cruzar las enormes dunas de arena, deteniéndonos en un pozo abandonado para almorzar un picnic. Los camellos son lentos, feos, extremadamente incómodos y malolientes con una tendencia a escupir pasto regurgitado a cualquiera que desaprueben y, con su largo cuello, esto incluye a sus pasajeros. Decidí caminar el tramo de la tarde y pedí al dueño de nuestros camellos, Sergat, que apuntara en la dirección a la que nos encaminábamos. Habiendo identificado un “objetivo” a mucha distancia, me puse mi bolso y partí sin mirar ni siquiera una vez hacia atrás, suponiendo que los camellos me alcanzarían tarde o temprano.
Caminé muy concentrado por más de tres horas en medio del calor (40º C) mientras las plantas de mis pies se quemaban. No vi a NADIE ni nada excepto una interminable hilera de huesos de animales emblanquecidos por el sol. Era asombrosamente bello, pero también me hizo sentir humano y vulnerable. Mis únicos compañeros fueron lagartijas y un pequeño pájaro ocasional. Ciertamente no quería estar ahí afuera todo el día y la noche.
Con el tiempo, vislumbré el Ger que era mi destino. La mayoría de los mongoles viven en Gers, que son estructuras de madera con forma de domo de unos cuatro metros de diámetro, las que se envuelven en fieltro de lana para mantener a los ocupantes templados en invierno y frescos en verano. Se pueden transportar de manera fácil sobre unos pocos camellos o en camión, lo que es vital para su reubicación en terrenos de pastoreo en un país que aún no tiene derechos privados de tierras.
Cuando por fin llegué, cuatro perros grandes vinieron a la carga a defender la propiedad. Los perros son un problema en Mongolia: la mayoría tiene rabia y tienden a morder… Me salvó una anciana de faz arrugada y color caoba, quien se acercó lanzando piedras y gritándole a los perros. Ella y su nieta eran todo sonrisas mientras me hacían pasar a su hogar. Supuse que nuestro anfitrión estaba lejos cuidando el ganado y, según la verdadera tradición mongola, me sirvieron un bowl con leche caliente de cabra seguido por una mezcla de tés, requesón (el que se había estado secando en el techo) y pan. Todo estaba muy bien (¡salvo el queso!) y lo comí con ganas. La conversación era difícil, pero nos las arreglamos con gestos y apuntando mucho con los dedos. El esposo llegó como es debido con su hijo y, mientras continuábamos “jugando a la mímica”, me dieron un bowl con un líquido claro. ¿Agua? ¿No! Alcohol destilado a partir de la leche de cabra. Estaba excelente… ¡Gracias a Dios por las cabras!
Oí llegar a mis compañeros y los vi sonreír al saber que yo iba varios bowls más adelante que ellos. Era Sergat: “Este no es el Ger correcto...”. “¡¿Qué?! Pero ellos han sido tan generosos y amables con un completo desconocido”. “Ah, eso es solo la manera nómade, hospitalidad corriente”, respondió. Me avergoncé, pero, como Sergat se sentó para compartir los interminables ofrecimientos de esta pobre familia, me volví a relajar.
Llegó el momento de irse y se intercambiaron cariñosas e incomprensibles despedidas. Pasamos esa noche con una familia igual de amable a unas de tres millas por los cerros, pero a ellos ¡¡se les pagó por recibirnos…!!
La vida en Gobi es dura, pero las familias confían los unos en los otros y la palabra “extraño” no existe. Uno no pide permiso para entrar a un Ger; uno no necesita dar las gracias ¡ni siquiera necesita conversar! Uno simplemente llega, acepta lo que se le ofrece y se va. Se es muy bienvenido.
La Biblia nos enseña a “amar al prójimo” y fui testigo, en muchas ocasiones de una amabilidad hacia los extraños que había olvidado que podía existir en este rápido mundo impulsado por el “yo”. Quizás simplemente deberíamos comenzar por “conoce a tu prójimo”; no es fácil mientras nos escondemos detrás de muros y cercos eléctricos con perros (sin rabia, suponemos…).
Entonces, si usted vive cerca de mí, espere una visita en cualquier momento y tenga listo el té. Si no tiene leche de cabra, la lecha de oveja o yegua estará bien. No necesitamos hablar, simplemente sentarnos, sonreír y hacer gestos. Me iré cuando esté listo y usted sonreirá amablemente…
Le saluda a lo nómade,
Santiago Eneldo
(Recetas de galletas y té de cabra a [email protected])
I am fast approaching the end of three months of travel that has taken me to three fascinating countries - Bhutan, Nepal and Mongolia. Was it a “life changing experience”?
I am probably a bit long in the tooth for that, but I have most certainly been affected. For the past 10 days I have been in, or on the fringes of, the Gobi Desert, which consumes a substantial part of southern Mongolia, a landlocked country stuck inconveniently between Russia and China.
I went on a camel trek. We set off early to cross the massive sand dunes, stopping at an abandoned well to eat a picnic lunch. Camels are slow, ugly, extremely uncomfortable and smelly with a tendency to spit regurgitated grass at anyone they disapprove of and, with their long neck, this includes their passenger. I decided to walk the afternoon leg and asked our camel owner, Sergat, to point in the direction we were headed. Having identified an “objective” far in the distance, I put on my pack and set off never once looking back, assuming the camels would catch up sooner or later.
I walked with great purpose for over three hours through the heat (40º C) while the soles of my feet burned. I saw NOONE and nothing except an endless trail of animal bones bleached white by the sun. It was stunningly beautiful but also made me feel human and vulnerable. My only companions were lizards and the occasional small bird. I certainly did not want to be out here all day and night.
Eventually, I sighted the Ger that was my destination. Most Mongolians live in Gers, which are dome-shaped wooden structures about four meters in diameter that are wrapped in wool felt to keep the occupants warm in winter and cool in summer. They can also be easily transported on a few camels or a truck, which is vital for relocating to grazing lands in a country that still has no private land rights.
When I finally arrived, four large dogs came charging to defend the property. Dogs are a problem in Mongolia: most have rabies and tend to bite… I was saved by an elderly woman with a wrinkled, mahogany face, who came out throwing stones and shouting at the dogs. She and her granddaughter were all smiles as they ushered me into their home. I assumed our host was away tending livestock and, in true Mongolian tradition, I was given a bowl of hot goat’s milk followed by a mix of tea and curd cheese (which had been drying on the roof) and bread. It was all very good (except the cheese!) and I indulged. Conversation was tricky but we got by with gestures and much finger pointing.
The husband duly arrived with his son and, as we continued the “charades”, I was given a bowl of clear liquid. Water? No! Alcohol distilled from goat’s milk. It was excellent… thank goodness for goats!
I heard my companions arrive and smiled knowing I was several bowls ahead of them. It was Sergat: “This is not the right Ger...” “What?! But they have been so generous and kind to a complete stranger.” “Oh, that is just the nomadic way, ordinary hospitality,” he answered. I was embarrassed but, as Sergat sat to share in the never-ending offerings of this poor family, I relaxed again.
The time came to leave and fond, incomprehensible farewells were exchanged. We spent that night with an equally kind family about three miles into the hills, but they were being paid to have us…!!
Life in the Gobi is tough but families rely on each other and the word “stranger” does not exist. You don’t ask to go into a Ger; you don’t need to say thank you and you don’t even need to converse! You just arrive, accept what is offered and leave. You are very welcome.
The Good Book teaches us to “love thy neighbor” and I was witness, on many occasions, to a kindness towards strangers I had forgotten could exist in this fast-paced, “me” driven world. Perhaps we should simply begin with “know thy neighbor”; not easy as we hide behind walls and electric fences with dogs (non-rabid, we suppose…).
So, if you live near me, expect a visit at any time and have the tea ready. If you don’t have goat’s milk, sheep or mare’s milk will do. We don’t need to talk, just sit, smile and gesture. I will leave when I am ready and you will smile kindly…
Nomadically yours,
Santiago Eneldo
(Recipes for goat tea and cookies to [email protected])