América Latina en una Guerra de DivisasLatin America in a World at (Currency) War

09 Diciembre 2010

Fue Guido Mantega, el ministro de Hacienda de Brasil, el primero en sugerir en septiembre que el mundo estaba enfrascado en una “guerra de divisas”. Desde entonces, nadie ha parecido capaz de definir el término: cuando se les pidió que lo hicieran, los funcionarios tanto de Estados Unidos como de China -los principales protagonistas de la supuesta guerra- declinaron hacerlo, pero eso apenas importa.


Las tensiones son evidentes. También lo es la frustración de los mercados emergentes alrededor del mundo al tiempo que, en lo que consideran un daño colateral, sus monedas se aprecian frente al dólar a expensas de la competitividad de las exportaciones que -en muchos casos- impulsan a sus economías.


En Chile, los agricultores en particular se han visto afectados. En un reciente sondeo de la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA), el 38% de los encuestados indicó que habían pospuesto inversiones y otro 9% sostuvo que las había detenido por completo.


El principal culpable, afirmaron, es la tasa de cambio -que ahora se sitúa en torno a los 480 pesos por dólar, por debajo de los 540 pesos de hace unos meses y el promedio de 560 pesos del año pasado- y su efecto sobre los márgenes. Sin embargo, no es sólo el actual nivel de la tasa de cambio lo que les preocupa -después de todo, los agricultores, están acostumbrados a años de vacas flacas y de vacas gordas- también lo es la improbable perspectiva de que el peso se debilite mucho en el futuro inmediato.


Sus temores están bien fundados, según Alberto Ramos, director gerente y copresidente de economía latinoamericana de Goldman Sachs en Nueva York. Ramos espera que la tasa de cambio se mantenga sin variación en torno a los 480 pesos por dólar hasta fines del próximo año.


Y hay poquísimo que las autoridades chilenas pueden hacer al respecto, si bien el Banco Central de Chile ha reducido el ritmo al que estaba incrementando las tasas de interés y el gobierno de Sebastián Piñera, presidente de Chile desde marzo, anunció algunas medidas paliativas tales como un mayor acceso a instrumentos de cobertura.


Parte del “problema” es el sólido crecimiento de Chile. Recuperándose rápidamente de su contracción del año pasado y la destrucción e interrupciones causadas por el terremoto de febrero, el crecimiento escaló al 7% en el tercer trimestre y, según las proyecciones locales promedio, alcanzará el 6% el próximo año antes de enfriarse a (un aún sólido) 5,5% en el 2012.


Como presidente del banco central, José De Gregorio, ha destacado que una sólida economía por lo general implica una sólida divisa. Pero esa no es toda historia, o -de hecho- la principal.


Según Rodrigo Aravena, economista jefe de Banchile Inversiones, firma local de corretaje de acciones y gestión de activos, sólo un 20% de la apreciación del peso desde mediados de año se puede explicar por las decisiones tomadas a nivel local –tales como una política monetaria más estricta y la colocación de dos bonos soberanos- y el 80% restante es el resultado de factores sobre los que Chile tiene escaso control, principalmente el precio del cobre, su principal exportación, y la depreciación global del dólar.


Esa es la esencia del problema. No es tanto que el peso se ha fortalecido como que el dólar se ha debilitado y, si bien ello en parte es el resultado de los esfuerzos de Estados Unidos para revivir su lenta economía, esa es una tendencia que antecede la recesión internacional del año pasado.


Desequilibrios Comerciales


Después de la crisis financiera asiática, una nueva división comenzó a volverse evidente en el mundo. De un lado, estaban los denominados países en “déficit” y, del otro, los países en “superávit”.


Mientras los primeros -principalmente Estados Unidos y Reino Unido- estaban importando más de lo que estaban exportando y solicitando préstamos a otros países para cubrir la brecha, los últimos -principalmente China- estaban en una buena posición en una ola de superávits comerciales y prestando dinero a los países en déficit.


Esa tendencia fue interrumpida de manera temporal por la recesión del año pasado. Ella no sólo redujo de manera drástica la demanda por importaciones en los países en déficit, también trajo consigo una apreciación del dólar debido a que -de manera nada lógica, dado que la crisis tuvo su origen en Estados Unidos- los inversionistas se volcaron al dólar como refugio en tiempos de incertidumbre.


Sin embargo, desde mediados del 2009, el dólar nuevamente se ha depreciado frente a la mayor parte de las demás monedas, lo que refleja una incremento de confianza de los inversionistas -si bien aún volátil- y la débil recuperación estadounidense. Y las tensiones han ido aumentando.


A los gobiernos en mercados emergentes no les gustan los aumentos repentinos en su tasa de cambio, en particular frente al dólar, la moneda en la que se efectúa la mayoría del comercio internacional, y la resultante pérdida de competitividad internacional. Y levantan un dedo acusador a China.


Su queja es que, con el fin de impulsar el crecimiento exportador, la nación asiática se rehúsa a permitir que el yuan -cuya tasa de cambio frente al dólar ha estado fija desde el 2007- suba de manera acorde con los indicadores fundamentales de la economía. Destacan que el crecimiento de China está en auge -y, por tanto, así deberían estar también sus importaciones- pero continúa registrando un enorme superávit comercial.


El débil yuan, por otra parte, sólo aumenta más la presión alcista sobre las divisas de mercados emergentes que, como Chile, tienen una tasa de cambio flotante. En una reciente columna de opinión en Financial Times, el ministro de Hacienda de Chile, Felipe Larraín, instó a China a mostrar más flexibilidad cambiaria con el fin de “compartir con sus socios comerciales de mercados emergentes una parte más proporcional de la carga del ajuste cambiario global que está en marcha ahora”.


Estados Unidos también está molesto con la política cambiaria de China y ha instado de manera reiterada a una mayor flexibilidad. En junio, China -de hecho- acordó flexibilizar la tasa fija de cambio yuan-dólar, pero no lo suficiente para satisfacer a sus críticos y sus políticas comerciales “injustas” fueron un tema álgido en las recientes elecciones legislativas estadounidenses.


Tanto en Washington como a nivel internacional, se ha hablado de imponer sanciones en contra de países que “manipulen” su tasa de cambio (si bien no está claro cómo podrían implementarse tales sanciones). Más aún, aunque la represalia comercial aún parece una posibilidad distante, el riesgo de que la actual supuesta “guerra de divisas” pueda convertirse en una guerra comercial muy real no puede descartarse.


Flujos de Capital


En tanto, a los países emergentes también les molesta la decisión de la Reserva Federal de Estados Unidos de lanzar una segunda ronda de flexibilización cuantitativa -o QE2, como se le conoce en inglés- según la cual planea comprar US$600 millones en bonos del gobierno con dinero recién impreso. Los mercados emergentes tendieron a ver esta resolución como una medida de Estados Unidos para estimular su economía a través de una mayor devaluación del dólar


No obstante, según Vladimir Werning, director ejecutivo de JP Morgan, ellos están equivocados. La QE2 está diseñada para reducir los costos financieros y elevar los precios de los activos en un contexto en el que la Reserva Federal no tiene espacio para nuevas reducciones a la tasa de interés, afirma.


“Dada la ansiedad sobre la lenta recuperación de Estados Unidos, es una medida razonable”, sostiene. “Ciertamente, la debilidad del dólar es un efecto colateral, pero no es el principal objetivo”.


Sin embargo, la segunda ronda de flexibilización cuantitativa ha generado temores en las economías emergentes bien administradas de un influjo de capitales en busca de mayores rendimientos que aquellos disponibles en Estados Unidos o, de hecho, en la mayoría de los demás países industrializados. Guido Mantega de Brasil fue particularmente crítico, equiparando la medida con lanzar “dinero desde un helicóptero” y argumentando que implicaba el riesgo de burbujas de activos alrededor del mundo.


El ingreso de capitales no es malo en sí mismo, destaca Alberto Ramos. De hecho, puede ser bueno para una economía en desarrollo si se va a los mercados de bonos y acciones, reduciendo por tanto el costo del financiamiento para las empresas.


Pero tiene que ser “digerido de manera apropiada”, añade. Y ello podría requerir requisitos más estrictos para los préstamos bancarios -como los introducidos recientemente, por ejemplo, en Israel y Singapur- para resguardarse en contra de una burbuja crediticia.


No obstante, los mercados emergentes tienden a estar temerosos de los flujos de capital, ya sea porque su nivel en sí mismo puede ser desestabilizante para una economía pequeña o porque pueden desaparecer tan rápidamente como llegaron. Hasta ahora, en Chile, no han sido significativos -“no es la mejor recompensa para operaciones de carry trade y su mercado bursátil es limitado”, destaca Ramos-, pero otros países han comenzado a tomar medidas defensivas.


En octubre, Brasil elevó el impuesto a las compras extranjeras de su deuda interna y Tailandia introdujo un impuesto de retención del 15% a los inversionistas extranjeros en sus bonos. Luego, en noviembre, Taiwán les siguió con la imposición de límites a la posesión de bonos por parte de extranjeros.


La experiencia -incluida la de Chile en la década de los 90- sugiere que tales medidas son, en el mejor de los casos, parches. Es más, podrían marcar el inicio de lo que el ministro de Hacienda Larraín describió en su columna en el Financial Times como “un ciclo destructivo de intervención cambiaria y controles de capital”.


El problema subyacente es el descontento con el actual sistema monetario internacional. Dado que este emplea al dólar como su moneda de reserva, vuelve a otros países vulnerables -para bien o para mal- a la política monetaria estadounidense y, cuando el dólar se debilita, a una pérdida en el valor de sus reservas internacionales.


El debate sobre una reforma no es nuevo -ha estado en curso desde que el sistema de la posguerra de Bretton Woods de tasas de cambio esencialmente fijas colapsó a comienzos de la década de los 70-, pero las opciones son limitadas. No hay ninguna regla que diga que el mundo tiene que tener una única moneda de reserva -hasta 1914, había tres (la libra esterlina, el franco suizo y el marco alemán)- y la alternativa obvia sería incorporar al euro.


Antes de la recesión del año pasado, muchos bancos centrales estaban, de hecho, diversificándose en euros, destaca Vladimir Werning de JP Morgan, pero con la crisis volvieron a los dólares. Más aún, la zona del euro todavía tiene importantes problemas de salud a tal punto que hay quienes dudan si en, digamos, 10 años plazo, el euro seguirá existiendo.


Panorama Latinoamericano


En tanto, los gobiernos latinoamericanos y los bancos centrales tendrán que lidiar con el hecho de más corto plazo de que, dado el sólido crecimiento de sus países comparado con el letargo de los países industrializados, es posible que sus monedas también se mantengan fuertes y podrían apreciarse incluso más en comparación con el dólar. Para algunos, ese será un problema más grande que los demás.


Para Perú, el desafío es particularmente complejo, afirma Alberto Ramos. Debido a que su economía está altamente dolarizada, las variaciones en la tasa de cambio fácilmente pueden crear distorsiones en otras áreas de la economía, destaca, si bien añade que el enfoque de la política de Perú hasta ahora, que ha incluido un aumento de los requisitos de reserva sobre los créditos internacionales de corto plazo, apunta en la dirección correcta.


En algunos países, la política interna también contribuyó al fortalecimiento de la divisa local. Ese es el caso de Brasil, subraya Ramos, donde la política fiscal está ayudando a mantener altas las tasas de interés y atraer capital de corto plazo en busca de un rápido rendimiento.


“Nadie le está pidiendo a Brasil que recorte su gasto fiscal, sino que simplemente que desacelere su expansión”, afirma. “Los controles de capital son sencillamente la respuesta fácil a la alternativa de arreglar ese problema”.


En Chile, no hay contradicciones similares de política, señala Vladimir Werning. Es cierto que el gasto fiscal ha aumentado con relación al PIB, pero eso es en parte el resultado de los esfuerzos de reconstrucción posteriores al terremoto y el debate sobre el problema de la tasa de cambio está “más avanzado” que en la mayor parte de los demás países de la región, afirma.


Más aún, el peso se ha apreciado mucho menos en términos reales frente a una cesta ponderada de divisas que en términos nominales frente al dólar, destaca Rodrigo Aravena. De acuerdo con ello, la tasa de cambio no está significativamente fuera de su promedio de los últimos 10 años ni tampoco muy por sobre su promedio de 20 años, destaca.


Aún así, existe preocupación a lo largo de la región de que las sólidas divisas, junto con los reinantes altos precios para las exportaciones de bienes básicos, podrían amenazar la diversificación de las exportaciones y los empleos que ha creado. Algo de reincidencia ya es evidente y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de las Naciones Unidas estima que los bienes básicos correspondieron a poco más de un cuarto de las exportaciones de la región a fines de la década de los 90, menos de la mitad de a comienzos de los años 80, pero -para el período comprendido entre el 2008 y el 2009- de nuevo estaban cerca del 40%.


A juicio de Werning, algunos países -principalmente Brasil, pero no Chile, pese al reciente aumento de los precios del cobre- podrían enfrentar el riesgo de un ataque de la denominada enfermedad holandesa en la que la apreciación de la divisa y el precio de una exportación particular -lo que ocurrió con el gas natural en Holanda en la década de los sesenta- socavaron fatalmente la competitividad de otras exportaciones. En ese caso, podrían justificarse algunas medidas de apoyo específicas por sector, sugiere Werning, siempre y cuando ellas se mantengan dentro de las normas de la Organización Mundial de Comercio.


“De cara a problemas en un sector particular, las medidas micro son más saludables que las medidas macro como los controles de capital”, insiste. Sin embargo, como reconoce, eso resulta cierto sólo si esos sectores son competitivos en el largo plazo.


Y ese es el tema clave que enfrenta la región hoy en día. En algunos años más, ¿parecerán la actual fortaleza de sus monedas sólo una aberración temporal o está aquí para quedarse? Sus industrias de exportación esperan que lo primero sea cierto, pero sólo por si a caso, harían bien en concentrarse en la única respuesta duradera a la competitividad: aumentos en la productividad.


Ruth Bradley es la corresponsal en Santiago de The Economist.


It was Guido Mantega, Brazil’s finance minister, who first suggested in September that the world is embroiled in a “currency war”. No-one has since seemed able to define the term - when asked to do so, officials from both the United States and China, the main protagonists in the supposed war, declined - but it hardly matters.

The tensions are evident. So too is the frustration of emerging markets around the world as, in what they see as collateral damage, their currencies appreciate against the dollar at the expense of the competitiveness of the exports that, in many cases, drive their economies.

In Chile, farmers particularly have felt the pinch. In a recent poll by the National Agricultural Society (SNA), the industry association, 38% of those surveyed reported having postponed investments and a further 9% said they had stopped them altogether.

The main culprit, they said, is the exchange rate - now running at around 480 pesos/dollar, down from 540 pesos a few months ago and an average of 560 pesos last year - and its impact on their margins. But it’s not just the present level of the exchange rate that worries them - farmers are, after all, used to lean as well as fat years - it’s also the unlikely prospect that the peso will weaken much in the foreseeable future.

Their fears are well grounded, according to Alberto Ramos, managing director and co-head of Latin American economics at Goldman Sachs in New York. He expects the exchange rate to remain flat at around 480 pesos/dollar through to the end of next year.

And there is precious little that the Chilean authorities can do about it, although the Central Bank has reduced the speed at which it was increasing interest rates and the government of Sebastián Piñera, Chile’s president since March, has announced some palliative measures such as increased access to hedging instruments.

Part of the ‘problem’ is Chile’s strong growth. Rebounding quickly from its contraction last year and the destruction and disruptions of the February earthquake, growth surged to 7% in the third quarter and, according to average local forecasts, will reach 6% next year before cooling to a (still strong) 5.5% in 2012.

As Central Bank governor, José De Gregorio, has pointed out, a strong economy generally means a strong currency. But that is not the whole - or, indeed, main - story.

According to Rodrigo Aravena, chief economist at Banchile Inversiones, a local asset management and stockbrokerage company, only 20% of the peso’s appreciation since mid-year can be explained by domestic decisions - such as tighter monetary policy and the placement of two sovereign bonds - and 80% is the result of factors over which Chile has little control, principally the price of copper, its main export, and the global depreciation of the dollar.

That is the crux of the problem. It is not so much the peso that has strengthened as the dollar that has weakened and, although partly the result of efforts by the United States to revive its flagging economy, that is a trend which predates last year’s international recession.

Trade imbalances

After the Asian financial crisis, a new division began to become apparent in the world. On the one side, there were the so-called “deficit” countries and, on the other, the “surplus” countries.

While the former - principally the United States and the United Kingdom - were importing more than they exported and borrowing from other countries to cover the gap, the latter - principally China - were riding high on a tide of trade balance surpluses and lending the money to deficit countries.

That trend was temporarily interrupted by last year’s recession. Not only did it sharply reduce demand for imports in deficit countries, it also brought with it an appreciation of the dollar as - counter-intuitively, given that the crisis had its origin in the U.S. - investors shifted into dollars as a safe haven in uncertain times.

But, since mid-2009, the dollar has again depreciated against most other currencies, reflecting both stronger - if still volatile - investor confidence and weak U.S. recovery. And tensions have been mounting.

Governments in emerging markets do not take kindly to sudden increases in their exchange rate, particularly against the dollar, the currency in which most international trade is conducted, and the resulting loss of international competitiveness. And they point a finger of blame at China.

Their complaint is that, in order to drive export growth, it is refusing to allow the yuan - which has been pegged to the dollar since 2007 - to rise in line with the economy’s fundamentals. They point out that China’s growth is booming - and so too, therefore, should be its imports - but it continues to run a huge trade surplus.

The weak yuan, moreover, only further increases upward pressure on the currencies of other emerging markets that, like Chile, have a floating exchange rate. In a recent opinion column in the Financial Times, Chile’s finance minister, Felipe Larraín, called on China to show more exchange-rate flexibility in order to “share with its emerging market trading partners a more proportional part of the burden of the global currency adjustment that is now underway.”

The United States too is annoyed with China’s exchange-rate policy and has repeatedly urged more flexibility. In June, China did, in fact, agree to loosen the yuan-dollar peg, but not by enough to satisfy critics, and its “unfair” trade policies were a hot issue in the recent U.S. mid-term elections.

Both in Washington, and internationally, there has been talk of sanctions against countries that “manipulate” their exchange rate (although it is not clear how such sanctions could be enforced). Moreover, although trade retaliation still seems a distant prospect, the risk that the current putative “currency war” could become a very real trade war cannot be ruled out.

Capital flows

Meanwhile, emerging countries are also annoyed with the decision of the U.S. Federal Reserve to launch a second round of quantitative easing - the so-called QE2 - under which it plans to buy US$600 million in government bonds with freshly-printed money. Emerging markets have tended to see this as a move by the U.S. to stimulate its economy by further devaluing the dollar.

But, according to Vladimir Werning, executive director of JP Morgan, they are mistaken. QE2 is designed, he says, to reduce financial costs and raise asset prices in a context in which the Federal Reserve has no space for further interest rate reductions.

“Given anxiety about the slow U.S. recovery, it’s a reasonable measure,” he says. “Certainly, weakness of the dollar is a side-effect but it’s not the main objective.”

However, QE2 has raised fears in well-managed emerging economies of an influx of capital in search of higher yields than those available in the United States or, indeed, most other industrialized countries. Brazil’s Guido Mantega was particularly critical, likening the measure to throwing “money from a helicopter” and arguing that it entailed the risk of asset bubbles around the world.

Capital inflow is not bad in itself, points out Alberto Ramos. Indeed, it can be good for a developing economy if it goes into the bond and equity markets, thereby reducing the cost of financing for local companies.

But it has to be “digested properly,” he adds. And that may call for tighter bank lending requirements - as introduced recently, for example, by Israel and Singapore - to guard against a credit bubble.

Nevertheless, emerging markets tend to be wary of capital flows, either because their level can in itself be destabilizing for a small economy or because they can disappear as quickly as they arrived. So far, in Chile, they have not been significant - “it’s still not the best reward for carry trade and its equity market is limited,” notes Ramos - but other countries have started to take defensive measures.

In October, Brazil raised the tax on foreign purchases of its domestic debt and Thailand introduced a 15% withholding tax for foreign investors in its bonds.
Then, in November, Taiwan went on to impose limits on bond holdings by foreigners.

Experience - including that of Chile in the 1990s - suggests that such measures are, at best, stopgaps. They could, moreover, mark the start of what Finance Minister Larraín referred to in his Financial Times column as “a destructive cycle of currency intervention and capital controls.”

The underlying problem is dissatisfaction with the present international monetary system. Because it uses the dollar as its reserve currency, it renders other countries vulnerable - for better or worse - to U.S. monetary policy and, when the dollar weakens, to a loss in the value of their international reserves.

Debate about reform is not new - it has been going on since the post-war Bretton Woods system of essentially fixed exchange rates fell apart in the early 1970s - but the options are limited. There is no rule which says that the world has to have a single reserve currency - until 1914, there were three (the British pound, the French franc and the German mark) - and the obvious alternative would be to incorporate the euro.

Before last year’s recession, many central banks were, in fact, diversifying into euros, notes JP Morgan’s Vladimir Werning, but, with the crisis, returned to dollars. Moreover, the euro zone still has important health problems to the extent that there are those who doubt whether in, say, ten years’ time, the euro will still exist.

Latin American outlook

Meanwhile, Latin American governments and central banks will have to grapple with the shorter-term fact that, given their countries’ strong growth compared to the sluggishness of industrialized countries, their currencies are also likely to remain strong and could even appreciate further against the dollar. For some, that will be a bigger problem than for others.

For Peru, the challenge is particularly complex, says Alberto Ramos. Because its economy is so highly dollarized, exchange-rate variations can easily create distortions in other areas of the economy, he notes, although he adds that Peru’s policy approach so far, which has included an increase in the reserve requirement on short-term overseas loans, points in the right direction.

In some countries, domestic policy has also contributed to currency appreciation. That is the case of Brazil, notes Ramos, where fiscal policy is helping to keep interest rates high and attract short-term capital in search of a quick return.

“No-one is asking Brazil to cut fiscal spending but merely to slow its expansion,” he says. “Capital controls are just the easy answer to the alternative of fixing that problem.”

In Chile, there aren’t any similar policy contradictions, says Vladimir Werning. True, fiscal spending has increased as compared to GDP but that’s partly the result of earthquake reconstruction and debate about the exchange-rate problem is “more advanced” than in most other countries in the region, he says.

Moreover, the peso has appreciated far less in real terms against a trade-weighted basket of currencies than in nominal terms against the dollar, points out Rodrigo Aravena. On that count, the exchange rate is not, he notes, significantly out of line with its average for the last ten years nor much above its 20-year average.

Still, there is concern around the region that strong currencies, combined with the prevailing high prices for commodity exports, could threaten export diversification and the jobs it has created. Some backsliding is already apparent, with the UN Economic Commission for Latin America and the Caribbean (ECLAC) estimating that commodities accounted for just over a quarter of the region’s exports in the late 1990s, down from more than half in the early 1980s, but, by 2008-2009, were again back at close to 40%.

According to Werning, some countries - principally Brazil, but not Chile, despite the recent surge in copper prices - could risk a bout of the so-called Dutch disease in which currency appreciation and the price of a particular export - natural gas in Holland in the 1960s - fatally undermine the competitiveness of other exports. In that case, some sector-specific support measures may be justified, suggests Werning, providing they remain within World Trade Organization rules.

“Faced with problems in a particular sector, micro measures are healthier than macro measures like capital controls,” he insists. But, as he recognizes, that is true only if those sectors are competitive in the long run.

And that is the key question facing the region today. A few years on, will its present strong currencies look like just a temporary aberration or are they here to stay? Its export industries hope the former is true but, just in case, they would do well to focus on the only lasting answer to competitiveness - productivity gains.

Ruth Bradley is the Santiago correspondent of The Economist.

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